PODER
Con qué placer iba a recibir los huevos de
oro. El paso felino, raudo, alado, lo conducía, al primer atisbo de sol
matinal, hacia el lecho próximo, en cuyos pies relumbraban los huevos dorados,
mientras la gallina cubría una cara extenuada y pretendía dormir.
Los
tocaba, inquieto, tal vez furtivo, el rabillo del ojo en su acompañante, dama
de pasado nebuloso, amenazante, incoloro. Los dedos traían, pronto, las
noticias reconfortante habituales, todo en su sitio, la dureza, el frío, el
contorno del metal noble. Ahora, el reconocimiento reprimido a la gallina,
madre escultora. Rápido, la certeza del sigilo, la reserva absoluta, la complicidad
del silencio en la carrera hacia el escondite secreto. Allí, centelleando, la
algazara espectral, hierática, la danza coagulada de los huevos de oro en colección
fabulosa. Cascadas de risa anaranjadas, imponentes. Sabor gratísimo de tener,
ansiedad de palpar ahora con las manos, los brazos, los pies, los codos, las
orejas palpitantes, Oro. Codicia de paladear solo, infinitamente solo. Lejanos,
deseos de urgir más a la gallina. Si pudiera saber cómo había aprendido este
arte. Cómo persuadirla a contar, a dar cuerpo a su pasado fantasmal.
Algún
día ella moriría y se llevaría su secreto, el origen de su talento para poner
huevos de oro. Tal vez, si la llevara al médico amigo. Un examen. Aunque no
colaborara. La sabiduría de su amigo, el ir arrancando tierra de recuerdos de
ese vacío asfixiante, abisal hasta lo mortecino.
Sintió
una extraña opresión, como el recibir una mirada con resolana, de un fulgor
pálido y a la vez terebrante. Por un momento creyó verla a ella, como en ese
primer encuentro, turgente, magnánima, próxima. Ella allí, sin estarlo
realmente, pero luego fue un leve murmullo en la macicez del oro y una sombra
esquiva en el matiz del amarillo.
Cuando
la solidez de la mañana, en un instante, le ayudó a tomar su propio centro, y
miró, ávido, codicioso, desesperado, en paroxismo, tenia ante si una enorme,
una estupenda colección de huevos de gallina.