El Testimonio de Carla Vidal
Un ser luminoso y profundo que abre caminos en la mirada a la salud y a la enfermedad, al autocuidado y al cuidado de los otros, a profundizar en la relación de la vida y la muerte.
TESTIMONIO DE UNA EXPERIENCIA DE VIVIR CON CÁNCER
Carla Vidal Pollarolo
Este es mi testimonio, la
experiencia de vivir con una enfermedad, y también es la sistematización de las
reflexiones que he procesado en este tiempo. Hacerlo ha sido profundamente útil
para mí, y tengo el deseo que también lo sea para otros, ya sean enfermos, quienes trabajan con ellos,
sus familiares y amigos, o cualquier persona que quiera pensar sobre la propia
vida y su sentido.
Soy Carla Vidal Pollarolo, tengo
48 años, estoy casada y tengo 3 hijos de 22, 19 y 14 años. Soy psicóloga y
supervisora clínica, terapeuta familiar del Instituto Chileno de Terapia
Familiar. Desde 1992 trabajé en esa institución en diversos roles, como
terapeuta, docente, luego miembro del directorio, Directora Clínica y
finalmente Presidenta en el año 2007. En ese momento compartía mi quehacer
entre el Instituto y la consulta privada, donde atendía individuos, parejas y
familias. Como temática me fui especializando en Duelo, realizando atención
clínica y haciendo clases.
En abril de 2007, hace cuatro
años y medio, me encontraba en un muy buen momento: tenía una familia cariñosa
y sana, me iba muy bien profesionalmente, habíamos comprado recientemente
nuestra casa cerca del colegio de los niños, vivíamos tranquilamente. Todo
cambió bruscamente. A partir de una peritonitis apendicular detectaron un tumor
en el apéndice, y al hacer imágenes de abdomen y tórax se determinó que correspondía a la
metástasis de un cáncer pancreático con múltiples nódulos en el peritoneo y en
el pulmón. Así, de un momento a otro se me diagnosticaba un cáncer de páncreas
etapa IV, con un pésimo pronóstico: se habló de sólo unos meses de vida.
Estar hoy aquí refleja el proceso
que he recorrido. Sigo viva, y con una muy buena calidad de vida, a pesar de
que el tratamiento nunca ha cesado: me realizo quimioterapia de manera
continua, cambiando la frecuencia (actualmente cada 15 días) y el esquema de
drogas en función de la evolución de la enfermedad y su actividad tumoral. Quiero
contarles cómo ha sido este proceso, organizado en torno a sus puntos de
inflexión.
El shock del diagnóstico
Cómo enfrentar la enfermedad y todo lo que viene por delante
¿Debo luchar contra el cáncer?
Primer punto de inflexión
Al saber del diagnóstico, en
medio del shock, tuve una reacción de mucha fortaleza. Les prometí a mis hijos,
con profundo convencimiento, que no moriría. Me dije a mi misma y a los demás
que no era mi primera batalla y no sería la última. Sin embargo, el primer
punto de inflexión se produjo seis días después, cuando unas amigas me llevaron
a ver a Tom Heckel, un terapeuta norteamericano formado en la India considerado
“consejero psíquico”. El me dijo que mi alma estaba muy cansada de luchar, que
desde niña me había tocado hacerlo y que mi esencia estaba en la contemplación
y la compasión, no en la lucha. Por lo tanto, si enfrentaba el cáncer luchando
contra él me cansaría aun más, y la única salida era que lo enfrentase a través
de conectarme profundamente con el deseo de vivir. Esas palabras me
estremecieron y me hicieron mucho sentido, convirtiéndose en el punto de
partida del camino que he recorrido hasta hoy. Gracias a esa conversación la
enfermedad dejó de ser una carga intrusa de la que tenía que deshacerme para
que la vida volviera a ser como antes, y se convirtió en la posibilidad de
conectarme en lo profundo con la vida que necesitaba vivir. A su vez, él me
entregaba un mensaje inesperado, revolucionario, contrario al sentido común: no
había que luchar, había que vivir. Sentí un alivio tremendo de poder enfrentar
el cáncer de esta manera, conectada con la vida y el placer, y no como soldado
de una batalla en la que, además, el ejército contrario era muy poderoso. A
partir de ese momento dejé mi cargo en el Instituto, derivé a todos mis
pacientes, me concentré en darme una buena vida cotidiana conectada con mi
familia, con la naturaleza. Comencé a relacionarme con mi cuerpo de manera que
no sólo fuese el recipiente de la enfermedad: dos veces a la semana me hacían
reiki y otras dos veces iba a yoga. Complementaba la quimioterapia con
medicinas alternativas y con cambios en mi alimentación, de manera de
fortalecer el sistema inmunológico y ayudar a mi cuerpo a enfrentar el cáncer y
el costo físico del tratamiento. Ante la incertidumbre del mañana, comenzó a
tener profundo valor el momento presente, lo que se traducía en acciones
sencillas, casi siempre postergadas en mi vida anterior por mi falta de tiempo,
y que me resultaban profundamente placenteras. Así, de a poco, a pesar del
dolor, del miedo y de la pena
empezaba a disfrutar, y la manera de vivir de antes dejó de interesarme. Comencé a hacer caminatas temprano en la mañana junto
a mi perrita por un parque cercano a mi casa; a maravillarme de todo lo que
veía, a sorprenderme al constatar cuántas cosas dejamos de ver si caminamos con
el único propósito de llegar rápido a alguna parte. Al ser testigo de los
ciclos de la naturaleza, del sol que sale porfiadamente todos los días, mi vida
y mi enfermedad se ponían en perspectiva: yo era parte de esa inmensidad, la
parte de un ciclo mayor que nos abarca y que no controlamos. Así nació en mí un
sentimiento de devoción, de maravillarme y sorprenderme, de profundo
sentimiento de contradicción al darme cuenta de cómo la enfermedad y la
cercanía de la muerte estaban permitiendo conectarme con la vida, y a su vez
con el misterio. Podía entonces entregarme al no control y a la incertidumbre
con menos angustia, surgían la curiosidad y la gratitud como sentimientos
nuevos que me llenaban de paz.
En ese tiempo, el futuro tenía
menos sentido ante la inminencia de una muerte prematura y por lo tanto la
vivencia del presente adquirió un valor supremo. Los planes, el mañana, ciertos
deseos, proyectarme, parecían inútiles o dimensiones de la vida a las cuales ya
no tenía derecho. Más tarde me di
cuenta que no tenía por qué ser así.
En paralelo, la enfermedad seguía
su curso en la forma de continuas pérdidas: mi pelo se raleaba, las quimios me
dejaban muy agotada, mi alimentación era menos libre, me veía flaca y ojerosa,
salían feos granos en mi cara y mi cuerpo, mi autonomía se restringía y tuve
que aprender a depender de los otros, pese a haber jugado por años el rol de
pilar sobre el cual el resto se apoyaba. Sin embargo la disminución de la
autonomía no me impidió estar a cargo de mi tratamiento. Fue fundamental
sentirme con la entera libertad de elegir a mi médico, así como las medicinas
complementarias que muchas personas me aconsejaban con carácter de urgencia.
Este empoderamiento generó tensiones con algunos de mis seres queridos, pero fue
fundamental sentir que estaba activa haciéndome cargo de mi enfermedad, y
eligiendo en función de aquello que a mí me hacía sentido y me resultaba
amigable.
Desde ese primer año y hasta el
día de hoy ha cumplido un rol fundamental la relación con mi doctor. Soy
extremadamente privilegiada en el plano médico: hacía años habíamos tomado el
seguro de la Clínica Alemana, por lo cual mi tratamiento es sin costo. Y
afortunadamente mi doctor —Conrado Vogel— ha sido un pilar en cuanto ha asumido
mi caso con mucha dedicación y profesionalismo y, sobre todo, con una capacidad infinita de vincularse en un
plano afectivo y personal. Está siempre disponible, no me habla desde las
alturas sino en un plano totalmente cercano, si no sabe algo me lo dice y
discute del caso con su equipo. Siempre me ha alentado a privilegiar
actividades que sean vitalizadoras, como los viajes, incluso cuando se produce
un choque entre éstas y la quimio acordada. Hemos tenido muchas conversaciones
profundas en que me transmite calma, donde convive la esperanza y la
aceptación, y en que me ayuda a vivir con mi enfermedad de la mejor manera. Un
aspecto muy importante en este vínculo es el humor; nos reímos muchísimo, lo
cual genera más cercanía y le quita dramatismo. Todo esto hace que me sienta
una persona, valiosa e importante, y no un cáncer de páncreas.
Junto con la ayuda médica he
recibido, hasta hoy, un muy buen acompañamiento de mi terapeuta, y el apoyo
farmacológico de una psiquiatra amiga. Durante el primer año también recibimos
terapia familiar, la cual fue muy provechosa para compartir nuestros
sentimientos y hacer ajustes necesarios en nuestro funcionamiento como familia.
El apoyo de las medicinas complementarias ha sido también una ayuda invaluable
para el buen estado en que me encuentro, y también la relación con estos
médicos me ha permitido un vínculo muy provechoso para ir direccionando este
camino.
En ese primer año se destaca
nítidamente el poder de contención que tuvo la red de apoyo. Sentir a tantas
personas ofreciendo y dando ayuda tanto económica como práctica me generó la
sensación de estar sostenida, como si flotase en el mar en vez de patalear para
no ahogarme. El anillo fundamental fue mi familia directa: mi marido trajo su
oficina para la casa y así podía acompañarme a cada quimioterapia y en los días
que me sentía muy mal, él estaba trabajando cerca de mí. Mis hijos estaban muy
conectados conmigo pero a la vez continuaron con sus vidas, lo cual me vitalizó
mucho ya que la casa seguía siendo un centro de reuniones adolescentes donde la
vida transcurría con todos sus sabores. El segundo anillo fue la familia
extensa, de donde recibí mucho amor y protección, especialmente de mis padres a
quienes veía hacer malabarismo emocional entre la devastación que les significó
la noticia, su deseo de interceder y dirigir en tanto padres y médicos, y su
buen criterio de respetar mis decisiones y procesos. El tercer anillo fueron
los amigos, distinguiendo aquí la cantidad enorme que formó la red general
–colaborando económicamente y con
muestras de cariño a través del correo electrónico y redes de oración– y
aquellas amigas más cercanas que han ejercido hasta hoy un rol fundamental en
la contención, en ayudar a pensar, a tomar decisiones, en escuchar sin tener
que decir nada, en otorgar ayuda práctica cuando se hace necesaria, y a la vez
en seguir viviendo la vida con humor y placer.
Frente a toda esta red familiar y
de amistad siento una profunda gratitud. Pero no me siento en deuda. La
gratitud es un sentimiento que se relaciona con el amor incondicional y genera
más libertad; la deuda aprisiona, obliga, restringe. A su vez, no quiero que
nadie se sienta en deuda conmigo: cuando una persona me llama y se disculpa por
no hacerlo hace tiempo, me pregunto: ¿y por qué se siente mal si yo tampoco la
he llamado? La enfermedad no tiene por qué dejarme en una situación diferente
respecto de la reciprocidad de las relaciones.
Esto se vincula con un tema
fundamental que quiero abordar: la mirada de los otros. Con mucho cariño, la
mirada general era ¿por qué te pasó esto a ti? Esta pregunta tiene dos
componentes: el de injusticia y el de la propia responsabilidad. Ambos me
resultaban muy difíciles. Cuando veía a los otros con rabia por la supuesta
injusticia que me había sucedido, me sentía muy sola: significaba que me había
ocurrido algo excepcional, incomprensible, ajeno a lo que les sucedía a ellos.
Se creaba así el sentimiento de separatividad: yo en la otra vereda, fuera del
club de los sanos, o –más bien– fuera del club de los vivos. Cuando el
componente era la propia responsabilidad, me gustaba pensar en cuáles eran las causas, o condiciones, o mis
propios actos incorrectos que habían producido y sostenían el cáncer, pues eso
me permitía pensar que estaba en mis manos realizar cambios que lo mantuvieran
bajo control. Sin embargo, esta
idea me sometía a una presión muy
difícil de sobrellevar: si el antígeno pancreático volvía a subir, me
angustiaba por identificar qué cosa había hecho mal ese mes que explicara ese
hecho. Me di cuenta que pensar en
mi propia responsabilidad me generaba una ilusión de control muy exigente y que a la vez no me
permitía enfrentar la realidad de la enfermedad, que es la realidad de la
incertidumbre y el misterio. Me enfrenté entonces a las siguientes interrogantes:
¿cómo salir de los polos de la injusticia y de la propia responsabilidad?,
¿cómo empoderarse con el tratamiento, haciendo cambios significativos que
ayuden a fortalecer el sistema inmunológico, pero a la vez aceptar el misterio
y el no control?, ¿cómo aceptar el misterio y el no control sin quedarnos de
víctima de alguna maldición inmanejable?
Trabajar en esas preguntas ha
sido parte importante del recorrido que seguí haciendo, para poder enfrentar el cáncer a través
de la conexión profunda con la vida y no a través de la lucha. Una idea se iba
haciendo cada vez más clara: esto se trata de vivir, no de durar.
El segundo año
¿Cómo convivir con la enfermedad?
¿Quién soy?, ¿qué me define?
¿Qué hago si no hago lo que siempre he hecho?
¿Cómo convivo con la pérdida de poder?
Segundo punto de inflexión
Al finalizar ese primer año,
sorprendentemente todos los indicadores bajaban sostenidamente y, lejos de
morirme como estaba pronosticado, se instalaba la idea de una enfermedad con la
que tendría que convivir un tiempo
más largo. Me sentía muy contenta, pero simultáneamente surgía una angustia
profunda: ¿qué hago ahora? Ya no podía sólo dedicarme a recuperar energías, y tenía claro que
no quería y no debía volver a trabajar en lo mismo y de la manera que lo hacía
antes. Atender pacientes sería malo para ellos ya que por el tratamiento
no podía comprometerme como una
terapia lo requiere, y además yo no tenía ganas de trabajar asumiendo las
angustias de otros. Volver a un cargo institucional me parecía aun más
impensable. Entonces ¿qué hago ahora si no puedo o no quiero hacer lo que siempre he hecho? ¿Quién podría
ser si no soy la terapeuta exitosa, ni la buena docente, ni la representante
del Instituto? Aparece así la sensación tremenda de que la enfermedad me estaba
generando un quiebre de identidad, y eso se vive como sensación de vacío. ¿Y
qué se hace con el vacío? Mirando para atrás creo que lo sostuve un tiempo, y
eso generó oportunidad y crecimiento. Fue el segundo punto de inflexión. Cerré
la consulta, viví la dura experiencia de volver allí –no regresaba desde la tarde en que me hicieron el scanner que diagnosticó mi
cáncer, por lo tanto había cerrado la puerta sin saber que no volvería–, saqué todos los muebles, la vi vacía, y
tomé conciencia de que estaba cerrando una etapa sin saber a cuál estaba
entrando. Era el fin de mi
actividad principal, de mi fuente de gratificación y sostén económico, pero,
sobre todo, era el fin de la identidad que me representaba y por la cual los
otros me reconocían. Armé en mi casa un lindo escritorio y allí comencé a
supervisar, actividad que mantengo hasta hoy. Así retomaba mi vida laboral en
un espacio protegido, manteniéndome activa y reflexionando, pero a la vez me
quedaba mucho tiempo para cuidarme, para seguir con el reiki, el yoga, las
caminatas, la cercanía con mi familia, mis amigos, y también para continuar con
el tratamiento de quimioterapia. Cuando digo que sostuve el vacío es porque
ahora veo que fui capaz de no
llenar el tiempo, toleré no encontrar rápidamente la respuesta al ¿quién soy
entonces? ¿Qué hago si no hago lo único que sé hacer? Aparece la sensación de
apertura y así, sin darme cuenta, de a poco comienzan a surgir actividades
nuevas que permitieron sentirme plena: lo primero es que me formé en reiki y
comencé a ejercitarlo con otros. Con esto se me abrió una nueva dimensión en la
relación con los demás: la sanación, ya no a través de la palabra, mi antiguo y
conocido territorio, sino a través del cuerpo.
Me comenzaba a dar cuenta
entonces que no existía una sola manera de vivir, que yo era más que la
identidad que se había quebrado, y que estaba comenzando a probar nuevas
maneras de ser y de realizar mi profesión. Lo sorprendente es que me estaba
gustando más que la forma de vida que tenía antes, pese a que anteriormente
tenía una carrera profesional
gratificante, prometedora y desafiante. El encantamiento con mi nueva vida
reveló dos cosas: que había estado ciega a altos niveles de agotamiento y
exigencia y, por otra parte, que siempre existen los espacios de libertad,
teniendo a nuestro alcance insospechadas maneras de vivir y de ser a las cuales
nos negamos por aferrarnos a una identidad, más aun si ésta está llena de
reconocimiento.
El tercer año
La apertura a nuevas miradas
La relación con la enfermedad y la muerte de manera más natural
Ir aceptando la experiencia con todo lo que trae
Tercer punto de inflexión
El tercer año apareció la
Psicología Budista, guiada por la psicóloga Verónica Guzmán. La práctica de la
meditación y las lecturas sobre la vida y la muerte me fueron dando una
sensación profunda de apertura a la experiencia con toda su dimensión, lo cual
me permitía vivir plenamente el dolor, la pena, la rabia y el miedo cada vez
que aparecían, y a la vez los podía dejar partir sin quedarme atrapada en
ellos, pudiendo también sentir el amor, la gratitud, la felicidad de estar
viva, el placer vivido en pequeñas y grandes cosas. Le dio una significación a
aquello que intuitivamente estaba haciendo y descubriendo. Adquirí la sensación
de que “todo cabe”, que la vida es un espacio abierto donde cabe la enfermedad
y sus dolores físicos y psíquicos, y también cabe la enfermedad como
oportunidad de mirar y vivir aspectos nuevos e insospechados de uno mismo, a
los cuales seguramente no les habría dado un espacio si todo hubiese seguido su
ritmo, aquel ritmo de las cosas considerado “natural”.
Al ver la muerte como algo
ordinario, que nos ocurre a todos, disminuyó el sentimiento de separatividad.
Ya no me estaba pasando algo extraordinario. Al contrario, al estar fuera del
pedestal del “éxito” me encontraba en un lugar de mayor sensibilidad para
conectarme con todo el sufrimiento de la humanidad, pero ahora desde un
auténtico sentimiento de compasión, de com–pasión, de compartir el dolor, y no
hacerme cargo de él como muchas veces me debe haber ocurrido como terapeuta.
Este ha sido un proceso del que entro y salgo, no se adquiere de una vez y para
siempre. La tentación de poner al que sufre en la otra vereda también me
ocurre: muchas veces me sucedió que al ver a una mujer con pañuelo en su cabeza
decía “pobrecita”. O sea, la ponía lejos de mí y en una situación de desmedro:
ella había quedado calva y yo no. Luego me daba cuenta de cómo había separado
de mí a esa mujer para sentirme mejor, siendo que si nos comparábamos ella
podría estar incluso en condiciones de salud mejores a la mía: es verdad que
sin pelo, pero probablemente con un esquema acotado de quimios, luego de lo
cual le crecería el cabello y estaría sólo haciéndose controles. Este fenómeno
que describo lo he visto en la mirada de muchas personas hacia mí. La
mirada que dice “pobrecita”, con
mucho cariño, pero que me relega a
la vereda del frente. En algún sentido nosotros, los enfermos de cáncer, somos
portadores de malas noticias. Somos los mensajeros que comunicamos que existe
la enfermedad, que le puede ocurrir a cualquiera, que la muerte no se da en
orden cronológico y que, finalmente, nos llegará a todos, sin control sobre
ella.
A partir de estas reflexiones fui
llegando a ciertas respuestas sobre mis preguntas iniciales. Si la enfermedad y
la muerte son fenómenos naturales y no extraordinarios, no cabe la pregunta
rabiosa del ¿por qué a mi?, como si una injusticia hubiese caído cual maldición
sobre mi cabeza. Esto me ha parecido muy importante, porque el sentimiento de
injusticia promueve quedarse en rol de víctima, lo que podría traer muchas
ganancias secundarias, pero, sobre todo, trae una trampa fundamental: uno queda
atrapado por este sentimiento, envuelto en su manto, haciendo muy difícil que
la vida continúe. Desde el rol de víctimas somos nosotros mismos los que nos
situamos en la otra vereda,
profundizando la vivencia de separatividad como si todos los demás estuviesen
sanos y felices. En esa otra vereda, la víctima se niega el derecho a vivir
como cualquiera. Desde el rol de víctima es muy difícil sentir compasión por
otros, ya que se tiende a pensar
que uno es quien más sufre y que, al lado de lo que nos ha ocurrido, todo lo
demás es insignificante y cualquier sufrimiento ajeno es exagerado y
despreciable, lo cual profundiza nuestro aislamiento y soledad ya que
difícilmente nos sentiremos comprendidos por algún otro que “no está viviendo
lo mismo que yo” y, por lo tanto, “no tiene ni idea de qué se trata todo esto”.
Al mismo tiempo, si la enfermedad
y la muerte son fenómenos naturales, no tengo que pensar que yo me he causado
el cáncer y que de mí depende totalmente la curación. Puedo cuidarme,
implementar acciones que protejan
el terreno en que me habito, tales como una buena alimentación, cuidar el
cuerpo, usar medicinas complementarias, tener un estilo de vida con mayor
conciencia de qué me hace bien y qué me hace mal, saber poner límites, tener
una mayor conexión con las cosas que me vitalicen. Pero, finalmente, admitiendo que todo ello es muy
importante, que seguramente va a darme una mejor calidad de vida y tal vez una
mayor sobrevida, como ha sido mi caso, debo aceptar que eso no me asegura la
curación. El cáncer está relacionado con el misterio, y parte de enfrentar
plenamente la vida es reconocer y convivir con el misterio, abriéndole un
espacio a la incertidumbre y al no control. Ese año intentaron hacerme una
operación, extraer el tumor del páncreas pues el examen general ya no mostraba
metástasis. Esto generó mucha ilusión en todos, la idea que la enfermedad se
podía acabar, que estaba siendo parte de un milagro, al punto que algunos
médicos dudaron del diagnóstico. Sin embargo, al mirar laparoscópicamente
vieron que persistían las metástasis en el peritoneo y no se realizó la
extracción del tumor. Fue muy triste, pero desde varios días antes me
había invadido una paz que no había sentido nunca. La paz de estar entregada a
lo que fuese, la paz de sentirme muy querida, muy protegida. Yo nunca tuve una
formación religiosa, pero creo que estaba entendiendo esa frase "que sea
la voluntad de Dios". Antes me parecía una frase ridícula, me decía
"¿cómo Dios va a querer que pase algo malo?", pero ahora estaba
entendiendo que es una metáfora, una metáfora que refleja que las cosas no
están en nuestras manos. Así es, no están en nuestras manos. A partir de ese
momento hice mías dos frases que me ayudan mucho: “Hago todo lo que creo que
tengo que hacer para estar mejor, pero suelto el resultado” y “La vida no es
ningún premio, la muerte no es ningún fracaso”
Todo esto me ha permitido salir
de la tensión entre los polos de la casualidad–injusticia y la
culpa–responsabilidad, a través de usar la experiencia del cáncer como algo que
me interpela, que me permite mirar mi vida y buscar un sentido conectada
profundamente con lo que quiero y me es coherente, que me permite vivir a
plenitud, que posibilita sentir la gratitud por lo que tengo y, al mismo
tiempo, “ir por más”; donde quepan tanto la libertad y el arrojo para tomar
decisiones que me sean provechosas, como la aceptación de la incertidumbre y el
misterio.
El cuarto año
El encuentro con el entusiasmo
El espacio de libertad
Estar completamente viva
Cuarto punto de inflexión
En este camino donde voy viviendo
una mayor apertura y aceptación de la experiencia, con todo lo que trae de
dolor y de novedad, surge el encuentro con el entusiasmo. Por diversas
sincronías me llegó una invitación a Italia con mi familia, y allí conocimos a
nuestra familia de origen, con la cual no se tenía ningún contacto desde 1912.
Eso produjo en mí, y en todos, un efecto emocional muy intenso, creándose un
vínculo con algunos parientes de distintas generaciones que se fue
profundizando en el año a través de correos electrónicos muy frecuentes y de
mucha cercanía. Comencé a aprender italiano y se produjo el cuarto punto de
inflexión.
El aprendizaje del italiano,
comenzar a comunicarme de manera cada vez más fluida con la familia del
Piamonte, traducir cuentos que había escrito mi tía italiana y que mostraban
sus vivencias en tiempos de la guerra, todo ello me fue produciendo un estado
de bienestar que me hacía abstraerme del tiempo. Surgió así la conciencia del
estado de entusiasmo, de estar haciendo algo que me hacía mucho sentido y me daba satisfacción. El italiano se
empieza a convertir en mi espacio de libertad, porque su gratuidad no se
conecta con ninguna otra necesidad que no sea el simple placer. Los días de
quimio veo películas y escucho canciones italianas, y el sólo sentir el idioma
me genera un sentimiento de bienestar que me permite convivir con todo lo
difícil. Con una colega con quien compartimos la misma pasión, creamos una
sociedad para traducir artículos de psicología desde el italiano al español:
Venessandria Traduzioni. Este año volvimos a ir a Italia con toda la
familia, fortaleciéndose aún más
los lazos con los parientes piamonteses, creándose situaciones verdaderamente
mágicas y de mucha intensidad emocional. Tengo la convicción que nada de esto
hubiese ocurrido sin la circunstancia de mi enfermedad, lo que ha ratificado la
sensación de que aquel sentimiento de vacío que pude sostener ha permitido que
en el espacio abierto vayan apareciendo aspectos inimaginables de mi misma,
novedosos y profundamente enriquecedores.
Creo que el entusiasmo es una
emoción fundamental en la relación con el cáncer. Nos llena de endorfinas que fortalecen nuestro sistema
inmunológico y nos permite sentirnos
completamente vivos. La creación de este concepto ha sido clave en este nuevo
punto de inflexión. Cuando la mirada de los demás, y la de nosotros mismos, nos
coloca en la otra vereda, estamos “medio–vivos”. Sin embargo, si vivimos la
vida a plenitud, sea cual sea el tiempo que nos quede, donde la plenitud
incorpora todo lo difícil y también lo maravilloso, estamos completamente
vivos, y así podremos estarlo hasta el último momento. El futuro, los deseos,
los planes surgen como posibilidades a las cuales los enfermos también tenemos
derecho, porque estamos totalmente vivos. Si algún plan no se puede concretar
es parte del no control, por tanto es algo que le puede ocurrir a cualquiera,
no sólo a nosotros. Esa convicción evita ponernos entre paréntesis, permite
seguir soñando, aprendiendo cosas nuevas, buscando el propio sentido,
vinculándonos estrechamente, gozando del día a día, compartiendo el dolor con
otros, tanto el nuestro como el de los demás. Todo eso es la vida, con todos
sus colores, y la cercanía de la muerte nos hace más conscientes de ella.
Seguramente si ahora hiciera mis clases de Duelo incorporaría una mirada que
antes no sospechaba, una mirada que es posible por todo lo que aprendido a
partir de mi enfermedad. Puedo decir, aunque suene extraño, que tener cáncer es
parte de mi curriculum, es fuente de profundas vivencias y reflexiones que me
han enriquecido como ser humano, y por tanto puedo vivir su presencia con total
dignidad.
En este momento estoy en un
período de mucha incertidumbre. Me siento muy bien, físicamente también lo
estoy –he pasado otros períodos más delgada, más ojerosa y con menos pelo–,
pero los indicadores actuales muestran una reactivación del tumor. Eso me ha
ocurrido varias veces en estos cuatro años, lo cual obliga a cambiar el esquema
de las quimios. Pero esta vez es más difícil porque quedan menos drogas a las
cuales echar mano. Es duro, qué duda cabe, aunque todo este camino recorrido me
ayuda enormemente. Esta vez me he conectado más claramente con la pérdida que a
mí me significaría mi propia muerte, a diferencia de lo que sentía al comienzo
donde mi única conexión con perder la vida era el temor de dejar a mis hijos y
generarles un dolor irreparable. Esa mirada hoy se ha ampliado: no quisiera
morirme porque lo estoy pasando bien, no quiero dejar la fiesta. Pero por otro
lado me siento privilegiada de sentir que estoy en una fiesta, y si tuviese que
partir es maravilloso que sea desde este sentimiento. Sé que eso también
ayudará a los míos si ocurre: en estos cuatro años me han visto sufrir, pero
también me han visto ser profundamente feliz, me han visto gozar, me han visto
“ir por más”. No me han visto en la lucha ni en el desgastador esfuerzo, me han
visto conectada profundamente con la vida, como me lo propuso aquel “consejero
psíquico” la primera semana después del diagnóstico. Y siento una profunda gratitud
por todo lo que he podido vivir, por las ayudas invaluables que he recibido,
por el amor infinito que ha estado siempre presente.
Quiero finalizar con una frase
del checo Vaclav Havel: “La esperanza no
es la convicción de que algo terminará bien, sino la certeza de que algo tiene
sentido, sin importar cómo termine”.