lunes, 11 de febrero de 2013

Conversando desde la Amistad (88)


      Conversando desde la Amistad (88)

El encuentro de la Muerte con la Poesía

Escribe  IRIS LEAL  desde Pucón.

MUERTE VIVA

 ¿Muerte, muerte, has venido a develar lo bello?
 Muerte de mis entrañas obscuras y de mis poemas claros, llévate lo que debes. Llévame por la tierra húmeda al manantial de los astros. Llévame si debe mi cuerpo hacerse gránulo para donar lo que pueda. Recoge lo que he podido ser y repártelo aunque deba ello doler, doler luego de lo humano.
 Llévate a mis hijos, si son ellos suspiros para el pobre que no sabe de amor. A mi amado si es esa su labor fecunda dentro de lo desalmado. Muerte, no te temo, no temo a que por ti pasen los seres, pues para ello te vistes de negro y por ello el sol se hace rey de lo cierto, luz.
 Muerte, toma el brebaje de mis días y el elixir de mis noches. Toma en tu mano fría el azul de mis pocas muertes que tuve temblando de miedo. El hielo de mi aliento agonizante cuando sentí clavar la daga dentro de mi carne magra. Toma todo lo que sonreí por favor, tómalo que es tuyo. Toma también lo que vi, lo que vi dentro de los sufridos y en el fondo de los buenos. Toma mi reflejo en el lago calmo, bébelo. Toma muerte, toma el sorbo que he sido y perdona. Perdona por traerte la canasta roída por el diezmo inútil del propio engaño, dando sin dar, conociendo sin sentir, pensando sin pensar, orando sin escuchar.
 Muerte, una vez te besé los labios celestes, te besé y te dije en tono suave que no podía amarte, que no. Otra vez muerte te besé los labios azulosos y te miré fijo en tus ojos violeta, te miré con enamoramiento, pero el enamoramiento pasa como el día sobre la mariposa. Te susurré en tu surco y te dejé una semilla de ilusión para crecer a la luz de la luna.
 Muerte, te he reconocido sobre los rostros de los míos, te vi buscando a mi hijo y te grité, te grité con tanto desconcierto que me miraste y me dijiste esperanza. No quise escucharte, pues el niño debe ser sonrosado y fresco en mi humana sangre. Me fui muerte con mi retoño en brazos y corrí de ti, corrí al fondo del bosque sin entenderte. Una madre había perdida de su sueño, con los brazos vacíos sujetaba lo arrancado y su rostro era pálido, riguroso y desesperado. Sus gemidos rasgaban la piel y sangraba sobre la tierra, charco de penas, pozo de lágrimas solitarias. La miré y vio a mi hijo dormido junto a mi pecho. Me echó iracunda de su lecho y mientras huía iban mis ruegos cayendo.
Pero sucede la noche fielmente hasta llegar al día. Sucede el agua profunda en donde uno sumerge y el aire es solo otra esfera que surge de la boca quieta. El oído escucha en un fluir de sensaciones como si fueran cantos, un movimiento que se oye en cristales blandos, lucientes voces recitan cual ángeles albos.
Entonces muerte, muerte, muerte, eres la única que se bordó en mis destinos como cierta, llena de coraje, pues me dijiste desde el comienzo que yo moriría, que todo y todos moriríamos luego del nacimiento. Clavada en mi cuerpo como estigma que resuena, como misterio abierto en la cima del monte sagrado en donde el cielo se abre subterráneo y lo trascendente enciende al universo. Muere, muere muerte, muere conmigo. 
 Muera a la hora justa el santo, el cruel, el niño y muera el anciano, muera rodeado de flores perfumadas y llantos blancos como la ilusión y la nieve, como el real canto. Muera por haber visto la vida y vivido la muerte.