Conversando sobre la Amistad (227)
Un impulso amistoso
DULCE
LECCIÓN DE COMPRENSIÓN Y PACIENCIA
Escribe un taxista de Nueva York:
Llegué a la dirección indicada y toqué la
bocina. Esperé unos minutos y
volví a tocarla. Como éste sería
mi último trabajo en ese turno, consideré irme a casa pero, pensándolo mejor,
estacioné el auto, caminé hasta la puerta y golpeé. 'Un momentito,' contestó
una débil voz anciana. Se podía
oír que arrastraban algo por el piso.
Después de una larga pausa, me abrió la puerta una
mujer pequeña, de unos noventa años.
Llevaba un vestido estampado y un sombrerito con un velo. Parecía salir de una película de los
años '40.
A su lado había una maleta chica, de nylon. El departamento daba la impresión de
llevar varios años deshabitado.
Sábanas blancas cubrían todos los muebles.
No había un reloj en la pared, no había adornos ni
utensilios a la vista. Una caja de
cartón llena de fotos y cristalería estaba en un rincón.
'¿Podría llevar mi valija al auto?' me pidió la
señora. Dejé la maleta en el taxi
y volví para ayudarla a ella.
Se tomó de mi brazo y caminamos lentamente hacia la
cuneta.
Agradecía profusamente mi amabilidad. 'No es nada,' contesté, 'Me gusta
tratar a mis pasajeros como querría que trataran a mi madre.'
'Eres un buen muchacho,' dijo. Cuando estuvo en el auto me dio una
dirección y preguntó, 'Podríamos ir por el centro?'
'No es el camino más corto,' le advertí de
inmediato.
'No me importa,' dijo, 'No tengo apuro. Voy camino de un hospicio.'
La miré por el retrovisor. Sus ojos brillaban.
'No me queda familia,' continuó con voz suave, 'El médico piensa que no
tengo mucho tiempo.' Silenciosamente
estiré la mano y corté el taxímetro.
'¿Qué ruta prefiere?' pregunté.
Durante las dos horas siguientes atravesamos la ciudad. Me mostró el edificio donde alguna vez
trabajara como ascensorista.
Pasamos por el barrio donde ella y su marido
vivieron, recién casados. Me hizo
detenerme frente a un depósito de muebles; antes fue un gran salón de baile donde ella solía bailar cuando
era joven.
Varias veces me pidió pasar más lentamente delante
de algún edificio o alguna esquina, y se quedó sentada, mirando la oscuridad,
sin decir nada.
Cuando el primer atisbo del sol arrugó el horizonte,
bruscamente dijo, 'Estoy cansada, vámonos.'
Proseguimos en silencio hasta la dirección que me
había dado. Era un edificio bajo,
como un pequeño hogar para convalecientes, con una entrada que pasaba bajo un
pórtico.
Dos paramédicos se acercaron al taxi en cuanto
frenamos. Eran solícitos y cuidadosos,
atentos a cada movimiento de la anciana.
Deben haber estado esperándola.
Abrí la caja del auto y llevé la maletita a la
puerta. La anciana estaba ya en
una silla de ruedas.
'¿Cuánto le debo?' preguntó, abriendo su cartera.
'Nada,' dije.
'Tiene que ganarse la vida.'
'Hay otros pasajeros,' contesté.
Casi sin pensarlo, me agaché y la abracé. Se aferró a mí un momento.
'Le ha dado a una vieja un momento de alegría,'
dijo, 'Muchas gracias.'
Le apreté la mano y salí a la tenue luz de la
mañana. Detrás mío se cerró una
puerta; con ese ruido se cerraba
una vida.
No recogí más pasajeros en ese turno. Manejé sin rumbo, inmerso en
pensamientos. Durante el resto del
día casi no pude hablar. ¿Y si a
la mujer le hubiera llegado un taxista enojado, o uno impaciente por terminar
su turno? ¿Y si yo hubiera
rehusado la carrera? ¿Si hubiera
tocado la bocina una vez y me hubiera ido?
Revisando rápidamente, no creo haber hecho nada más
importante en mi vida.
Nos parece que la vida gira alrededor de grandes
momentos. Pero los grandes
momentos suelen sorprendernos:
vienen prolijamente envueltos en lo que otros considerarían momentos sin
importancia.
Enviado por RCh; traducción de VWJ