martes, 20 de septiembre de 2011

Cuento de Augusto d Halmar Las Antiparras del Conspirador

LAS ANTIPARRAS DEL CONSPIRADOR
Augusto d'Halmar
I
Mucho se había discutido entre las familias del ve¬cindario de Santiago si asistirían o no a la fiesta con que don José Antonio de Rojas iba a inaugu¬rar su casaquinta la víspera de Año Nuevo, y es que aunque iban corridos días y años desde su famosa conspiración, todavía el conspirador se¬guía en entredicho por sus ideas. Los hombres de gobierno, sobre todo, no hubiesen querido com¬prometerse, en una época en que todo llegaba a oídos del Rey; pero se supo que don Ambrosio, el nuevo Presidente, había aceptado, por su parte, el convite, y unos por sí y otros por ver quiénes más concurrirían, ello es que calesas, literas y ca¬rretas acarrearon a la Chimba desde mediodía, mucho paño de Lyon y mucha chorrera de encajes de Holanda.
La tertulia fue regia como sólo sabía y podía ofrecerlas aquel hombre excéntrico, y se vio que la nueva residencia correspondía a sus gustos. Si¬tuada más allá del Monasterio del Carmen Bajo, estaba dotada de comodidades y lujo que debían dar tema para largas consideraciones.
Los caballeros tuvieron para rato con la decoración del estrado cuyos muros estaban cubier¬tos nada menos que de papel pintado, y las seño¬ras tomaron a sacrilegio el que la iluminación fue¬se de velones como sólo se había visto una vez en el jubileo de la ya entonces clausurada Compañía.
En fin, que el día había resultado soberbio. Después de la comida, que fue servida al caer la tarde, los que vivían más lejos comenzaron a retirarse porque no era cosa de broma franquear la enorme distancia -tal vez unas doce cuadras¬ que mediaba de la Chimba al centro. Los esclavos encendieron los faroles, y al paso de las mulas o de los bueyes se volvieron todos a la ciudad pro¬piamente dicha, cambiando sus comentarios. Quien, criticaba la terquedad del corregidor don Luis que, en esta como en otras circunstancias, no había dado su brazo a torcer y había dejado desai¬rado a don José Antonio; quien, recordaba los amores que éste había tenido con la hija del corre¬gidor, aquella misma doña Luisa que ahora se ha¬bía reunido con sus demás hermanas en el conven¬to del Carmen. ¿Habría elegido el extravagante Rojas aquella nueva residencia para estar más cerca de ella? ¿Por qué no asistiría tampoco el brigadier? Los cascabeles de las mulitas repique¬teaban menos que las lenguas de los chapetones, y esa noche ni el toque de queda logró apagar to¬dos los fuegos y las discusiones.
Mientras tanto el espléndido anfitrión se ha¬bía quedado sólo con algunos contertulios de con¬fianza y había puesto en tapete sobre la mesa en que se jugaba, la eterna cuestión que ya una vez había estado a punto de dar en galeras con su alma. Se conversaba de las ideas de Europa y de lo que recientemente habían hecho en Nueva Ingla¬terra. Los vinos importados por los galeones fran¬ceses, expresamente para el magnate y a despecho de los corsarios de mar y tierra, daban al traste con la circunspección, como si hubieran traído los humos de Rousseau y de Voltaire, y el único comensal pacato que quedaba, que era don Tomás Alvarez de Acevedo, hubiera pagado cualquier co¬sa por encontrarse muy lejos de esa sospechosa compañía, pero ¡diablo de don José Antonio! de¬bía de haberle mezclado plomo a su vino porque en vez de írsele a la cabeza al oidor, le pesaba te¬rriblemente en los pies; y luego... ¡aquellos nai¬pes, aquellos embrujados naipes!
-Es así -dijo entre dos hipos el respetable oidor-, es así, mi señor de Rojas, cómo las siete plagas se nos han descargado por nuestra impie¬dad y nuestros desacatos. Primero, hace tiempo, el temblor grande; después el memorial de su Ilus¬trísima al Consejo de Indias en que se quejaba de la silla que le había cedido el gobernador cuando el besamanos; luego el exhorto de su Majestad (a quien Dios guarde) por las inasistencias de algunos regidores a la procesión de nuestro patrono; más tarde la discusión en el Cabildo sobre los puestos que debe ocupar en los entierros; y, últi¬mamente, la avenida grande y nuestro disgusto en la Real Audiencia respecto al orden en que se ha de subir a los coches.
-¡Y van no más que seis plagas, don Tomás! -añadió el dueño de casa, sirviéndole una nueva copa y volviendo a, dar las cartas-.La séptima podría ser el fanatismo del corregidor, si su merced no se opone.

¡Bien hubiera querido oponerse su merced, pero ese diantre de vino gabacho le enredaba la lengua casi tanto como le trababa los pasos! Es¬taba entregado de pies y manos y se contentó con invocar algunos castigos del cielo sobre todos esos extranjeros que eran la causa de todo. En América del Norte, en París de Francia, según se venía co¬rriendo ahora, y hasta en esta capitanía general de Chile se admitían las cosas más absurdas sobre la libertad y el contrato social, y otras masone¬rías. ¡Aquello, Dios mío, debía de ser ya el acabo de mundo! Y no eran sólo los criollos, sino los mismos chapetones los que consentían que cun¬diesen. Alrededor de esa mesa, sin ir más lejos, estaba el Marqués de Bezanilla; estaba el Asesor; estaba don Juan, don Juan Antonio, don José An¬tonio, el mismo, en fin, oidor de la Real Audiencia, y ¿no era allí donde se decían las cosas peores? ¡Dios tenga piedad de nosotros!
-Pero don Tomás -interrumpió el Marqués aludido, que era joven, galante y alegre, y que co¬mo el antiguo conspirador había viajado mucho-, pero don Tomás, oiga su Merced, yo no tengo la culpa de que mi abuelo se gastase cinco mil peluconas para que el Rey nos crease un marquesado. Mucho mejor habría hecho con ayudar a la fundación de otra escuela o de un tajamar o un cami¬no carretero como los que proyecta el Presidente.
Este detalle, sobre todo, del camino a Valparaíso, suministró un nuevo combustible a la charla, porque el italiano Toesca, que dirigía los trabajos de la casa de Moneda, comenzó a hablar del desarrollo de la capital. A su modo, el arqui¬tecto también tenía ideas semiavanzadas, pues si bien no hablaba de escuelas en latín para los in¬dios soñaba para Santiago con inauditos ornatos y embellecimientos: hacer retirar, por ejemplo, de la plaza de Armas el rollo donde se azotaba y convertirla en jardín; quitar el abasto de las gra¬das de la Catedral y aun poner algunas luces de aceite en las calles, además de los candiles que se encendían frente al retablo de los santos. Con esto y los tajamares para las avenidas, se habría alcanzado el progreso.
En este último ramillete vino a desbarrar el orador, porque don Tomás Alvarez, que le había oído como verdadero oidor, volvió a ponerse en guardia inmediatamente. Él no era enemigo de la civilización, pero el progreso ¡quita allá! El pro¬greso eran esas malditas ideas republicanas, y to¬das las herejías. Nombró por dos veces a su Ma¬jestad el Rey y se inclinó hasta casi venírsele a los ojos la coleta de la peluca. Y paladeando el vino lamentó, con más ardor que antes, la intromisión de todo lo extranjero (el nuevo gobernador... ¡hum!). Había que volverse al chocolate y al ma¬te como a un redil y nada de remedios de botica.
Los demás se reían y una y otra vez le escan¬ciaban lo que él había denominado remedios de botica.
- Mi querido don Tomás -prevenía irónica¬mente el noble-, juego arrastre y a ver si recojo a vuestro rey, ¡arrastre jugado..! Vm. ha ofen¬dido sin querer a Toesca y al vino, que los dos son de extranjis, y tiene que pedirles perdón delante de todos.
El oidor ya se había reconciliado con el vino, y aunque su juego iba mal, quiso hacerla con el arquitecto; le ofreció un rapé, le invitó a meren¬dar en su casa, "pero a la antigua", no con esos vidrios, sino en verdaderos platos de greda, y fi¬nalmente declaró con solemnidad que don Joa¬quín Toesca era romano, de la patria del Santísi¬mo Padre, apostólico y católico y que él había querido referirse a esos Gramuset y esos Voltaire que le traían vueltos los sesos a don José Antonio.
Aquel parangón con el filósofo de Ferney, hi¬zo reír a todos, porque Antonio Gramuset era el pobre diablo que con su tocayo Berney y con el propio de Rojas había fraguado la descabellada conspiración llamada "de los tres Antonios", pa¬ra establecer en Chile una República, aun antes que pensara hacerse en Francia. ¡Pobres precur¬sores! El patricio se enjugó una lágrima y pensó seguramente en que por esa vez lo habían favore¬cido los privilegios y la injusticia. ¡Él estaba allí brindando y gozando de la vida, mientras que sus compañeros...! ¡pobres diablos! ¡pobres diablos!
La partida concluida, uno a uno fueron des¬filando los huéspedes, deseándose un feliz Año Nuevo, hasta que con don José Antonio no quedó sino el oidor, obstinado en sus ideas. ¡Somos peo¬res que los indios, más rebeldes! -repetía- o ese gobernador... ¡hum!, por él viene todo lo nuevo. Ya no se les quiebra el pie a los esclavos cuando se escapan; ya se ha declarado que los indios tienen alma; ya hay puente. ¡Hum!, ese gobernador irlandés engendrará la revolución.
Por fin se puso en pie y al ver frente a él un caballero con la golilla manchada y la peluca de través, volvió a repetir que eran peor que indios. Sin embargo, aquel incorrecto personaje que aca¬baba de aparecérsele, no era sino la imagen suya reflejada por una cornucopia.
Aquella noche la desgracia había de perseguir al oidor, porque hete que al subir a la calesa con el dueño de casa, que se había brindado a llevarle, un brusco encontrón con un cuerpo que nunca supo sino que era sólido, lo privó de la vista, que tanto daba perder las antiparras. Los vidrios se habían hecho pedazos y sólo conservaba el com¬plicado montaje de cuerno con sus cuencas como una calavera. Don Tomás interrogó a la Cañadilla, a don José Antonio, a las estrellas, a todos los se¬res inanimados o animados sobre la causa de su desventura. Después, en un rapto de independen¬cia a su modo, acusó de ello al Conde de Aranda por haberle aconsejado a Carlos III la expulsión de los jesuitas de sus dominios. ¡Volvería, sí, la Compañía, y él tendría que encargar nuevos ante¬ojos! Como Jeremías, quiso sentarse a llorar so¬bre las ruinas, y a su acompañante no le costó po¬co meterlo dentro de la calesa.
Reinaba el silencio de las altas horas, porque ya era cosa de las diez, y no transitaba un alma. Una vez que hubo llegado el carruaje al puente de Cal y Canto, el oidor se empecinó en bajarse pa¬ra ver si el óptico tenía todavía abierta su tienda, uno de aquellos muchos baratillos colocados de trecho en trecho en las garitas. Naturalmente es¬taba todo cerrado. Pero entonces se obstinó en que su amigo se volviese y en seguir a pie y solo hasta su domicilio. Lo más que don José Antonio pudo conseguir de él fue que le tomase prestadas las gafas, y allí mismo, a la luz de una débil luna se separaron.
-Tenga su merced un feliz año.
-Dios se lo dé a su merced.
"Bueno, pensaba el patriota yendo a buscar su coche; ¡conque no le vaya a pasar algo al viejo!
¡Pero él mismo se sentía fatigado y abatido, sabe Dios por qué, con ganas de recogerse más que de otra cosa! Así, pues, apenas volvió a rodar, recostado sobre los cojines, y ya se había olvidado no sólo del oidor sino de todos sus huéspedes, para soñar nada más que con la hermosa esposa del señor; que esperó un día llamar suya. Los ne¬gros cipreses del Monasterio le hicieron suspirar, y cuando volvió a encontrarse en medio del desor¬den de las salas donde se había dado la recepción, consideró desoladamente aquel lujo inútil, y pen¬só que de buena gana renunciaría hasta a sus idea¬les con tal de tenerla a ella allí, bajo ese techo que había convocado esa noche a tantos enemigos y amigos, ¡a tantos extraños, en suma!
II
Apenas el viejo oidor se había calado las ga¬fas de su peligroso amigo, cuando ya comenzó a notar que no eran como para él. Y no sólo porque se aviniesen mal a su nariz moderada, sino porque los espejuelos debían de ser de un número mucho más alto, y tanto, que en fuerza de aumen¬tarle la vista se la volvían turbia y llorona. Recor¬dó lo que decían generalmente de que el conspi¬rador tenía la vista larga, en contraposición con él que hacía la vista gorda, y por tan extraño mo¬do trató de explicar el hecho de que apenas había dado unos cuantos pasos, cuando ya había perdi¬do de vista al Cal y Canto, como si se hubiera evaporado. "Debe de ser, pensaba, que estos ante¬ojos van adelante de mis pies, y que ya no veo aquello por donde todavía ando...”. También su¬puso que los anteojos contribuían a marearle, y de buena gana se los hubiese quitado, si no fuera que sin su auxilio no veía gota.
Marchaba por una calle que en el primer momento desconoció, pero que después supuso debía de ser la de la Nevería. Lo que más le intrigaba era encontrar tantas pulperías abiertas y cruzarse con tantos transeúntes, que además le eran desco¬nocidos y que no debían de conocerle por cuanto ni le saludaban ni le cedían la acera. ¡Vaya una aventura de Año Nuevo! reflexionaba el oidor abriendo tanto ojo como quien ve visiones. La multitud le codeaba, pero sin hacer ruido, como si se tratara de un sueño, y el pobre hombre llegó a temerse que estuviera dormido... ¡diablo!, o muerto quién sabe y en el otro mundo.
No, aquel no era su Santiago, su buena y ca¬tólica ciudad española. Vio extraños vehículos que volaban dando graznidos como los gansos, y oyó entrecruzarse un campanilleo que al principio creyó que debía de ser que traían a Nuestro Amo; pero, ¿a quién podían llevárselo a esa hora? El oi¬dor desplegó su gran pañuelo de hierbas para arro¬dillarse, pero antes quiso aprovecharlo en restre¬gar los malhadados anteojos. Pasó como una ex¬halación un carromato que brillaba como un oro. Entonces, completamente desorientado, absoluta¬mente perplejo, el bueno de don Tomás Alvarez de Acevedo echó a andar persignándose y repa¬sando todos los casos de encantamiento de que había oído hablar. Aquel debía de ser uno y de los más sonados. ¿Qué pensaría su doña Tomasa, de su tardanza? ¿Cómo hallar su aristocrática calle de Santo Domingo entre aquella batahola? ¡Y no era que estuviese oscuro, porque un resplandor infernal como el del trópico hacía día de aquella noche! Un resplandor que estaba en todas partes y en ninguna, como si lloviese de lo alto. Don To¬más levantó los ojos y se quedó helado.
¡Oh, seguramente aquello era el juicio final!
El firmamento estaba cuajado de estrellas de to¬dos colores que caían como una lluvia. Y la multi¬tud de fantasmas también alzaba la cabeza, y reían los malditos con su risa silenciosa. El oidor creyó volverse loco.
¡Esto no puede seguir así, se dijo, pellizcán¬dose, esto no puede seguir! Por otra parte, ¿a quién preguntarle que no se me enoje? Debo de estar borracho perdido. Ese diablo de don José Antonio le ha puesto demonios a su vino. ¡Sáca¬me, Señor, de este trance y te aseguro para tu altar mi, bastón con puño de' oro! ¡Virgen Santí¬sima, quién había de pensarlo!".
En esto y batiendo la calle con su manteo vio que caminaba delante de él un sacerdote. Un poco antes don Tomás hubiera podido extrañarse de que las gentes tampoco se le descubriesen al Mi¬nistro del Señor, pero en la actualidad ya estaba curado de espantos menores y sólo pensó en que podría interrogarle, y apresuró el paso. ¿Cuál no sería su asombro al encontrarse lado a lado de un jesuita?
- ¡Mi reverendo padre! -exclamó el oidor; teniendo su tricornio en las manos-, ¿cómo es posible? ¿pero desde cuándo ha vuelto a Chile la Compañía? ¿Está bueno el abate Molina?
El sacerdote -le miraba de hito en hito. Des¬pués trató de apartarle de su camino y de proseguir
-¡Vaya con Dios! No cuadra bien a un an¬ciano vestirse de máscara por más que sea Año Nuevo!
-¿Eh? -balbuceó el oidor, y se miró el traje. Sólo entonces vino a darse cuenta de que los que pasaban cerca de él, apare¬cidos o vivos, vestían de un modo muy diferente.
-Creedme... -empezó.
-¿Qué quiere, en fin? -interrumpió el jesuita.
-¿Qué quiero? Pues, diablo... !Oh, Dios me perdone! Quiero, con todos los diablos, que me echéis los que llevo en el cuerpo ¡Excusadme, soy un poseído, padre mío!
El padre se había hecho a un lado con él para dejar pasar a la gente. Su aspecto se había dulci¬ficado, sonrió como se sonríe a un niño y cogió del brazo al viejo.
-¿Dónde vive, hermano?
-En la calle Santo Domingo, cerca del Consulado.
-¡Oh, pero si se ha pasado, si ya estamos por llegar a la plaza Independencia!
-¿Independencia...? -El oidor sintió una irresistible necesidad de ver algo conocido. La plaza, si era la de Armas, él tenía que reconocerla por la fuerza, y arrastró a su acompañante. Pero sólo vio un mar de gente, tal como un mar inmenso encajonado entre cuatro filas de pa¬lacios que brillaban con miles de lamparillas. -Pero, ¿es que se va a colgar a alguien? -exclamó el oidor.
- ¡Colgar! -repitió el otro como un eco.
- ¿Que no ve que hay fuegos artificiales?
- ¿O se trata de una riña de gallos?
- ¡Vamos! -dijo el jesuita sonriendo- ¿Quiere o no quiere que lo vaya a dejar a su casa? ¿Cómo se llama, hermano?
El oidor dio sus nombres y sus títulos.
- Bueno, bueno -murmuró el jesuita-. Al principio le había tomado por un histrión disfrazado, pero ahora veo que usted es un... No conozco a su familia. Hace un siglo, por la época del te¬rremoto, hubo un Alvarez que hacía remitidos y un Acevedo que componía música. ¿Tal vez serían sus abuelos?
- ¡Mis abuelos! Mi abuelo, que alcanzó efectivamente al Temblor Grande, fue regente de la Audiencia, y mi otro abuelo... ¡Músico! ¡Vaya una idea!
- Precisamente, ahí tenemos un concierto que sale -interrumpió el sacerdote.
Don Tomás recordó vagamente el clavicor¬dio que había visto en casa de don José Antonio y la guitarra que su mujer sabía hacer hablar. Por un curioso fenómeno sentía que a medida que pa¬saba de uno a otro asombro, el suyo disminuía y hasta se halló alegre y confortado con el encuen¬tro.
- ¿Conque la Compañía de Jesús ha vuelto? -dijo, recayendo en su tema-. ¿Y desde cuándo, querido padre?
- ¡Oh, ya va para doscientos años!
Don Tomás se quedó parado y con la boca abierta. No podía concebir que un sacerdote se burlase de él. Lo miró severamente y le preguntó casi con irreverencia:
-¿Entonces... a qué año iríamos a entrar? En ese instante miles de campanas parecie¬ron echarse al vuelo para interrumpir aquella pe¬sadilla de don Tomás, que hasta entonces había sido sorda y más o menos silenciosa. Llovía del cielo fuego de todos colores, como si se hubiese roto un arco iris, y un vocerío como de una bata¬lla resonó en el espacio.
- ¡Bien venido el mil novecientos noventa y siete! -dijo religiosamente el jesuita.
- Querríais decir el mil setecientos noventa y siete.
- Bien venido -repitió el fraile, desenten¬diéndose.
¿Por qué sólo en aquel momento vislumbró la verdad el oidor? Ello es que se echó a llorar a mares.
- ¡Señor mío, mi querido señor! -trataba de decir el sacerdote.
Pero don Tomás tenía para rato, como si llo¬rase sobre su propio cadáver. Había comprendido que habían pasado doscientos años desde su des¬pedida de don José Antonio, y se encontraba en medio de una ciudad del siglo XX.
- ¿Pero, por lo menos, estoy en Chile, su paternidad?
- Sí, hijo mío.
- ¿Y en Santiago, su paternidad?
- Sí, hijo mío.
- ¿Y todavía existe la calle Santo Domingo?
- Sí, hijo mío.
- Pero, ¿para qué? -volvió a gemir el desventurado-, si de los Alvarez de Acevedo ya no quedo sino yo, un alma en pena. ¡Cómo habrán despilfarrado mi hacienda! Y pensar que un nie¬to mío ha compuesto música y que otro ha hecho eso que llamáis remitidos. Y, decid, ¿sobre qué eran esos embutidos?
- Política, hijo mío.
- ¿Realista, al menos?
- ¡Realista! -lamentó el padre- ¡Qué iba a serlo, si ya ni reyes quedan! En cuanto al músico, celebraba las hazañas de nuestros gloriosos araucanos.
-¡Virgen, ellos, gloriosos araucanos! -vo¬ciferó don Tomás en el colmo del desatino-, ¿pe¬ro quién, entonces, gobierna a Chile?
- El presidente.
- ¿De la audiencia?
- ¿Eh?, ¡de la República, querrá usted decir!
Don Tomás no quiso saber más; ¡luego, en esas manos había caído su pobre patria! Ya no se necesitaba preguntar si se había entronizado el progreso. Esos horribles vehículos, ese hormigue¬ro, ese barullo, esas indecentes estrellas, todo eso era el progreso, que no sólo había transformado la tierra sino que también el cielo.
-Pero, ¿cómo está la Compañía, padre mío?
-Bien, bien, hijo... -replicó el jesuita, con alguna vacilación.
- ¿Y nuestro Santo Padre de Roma?
- Tal cual.
-¡Menos mal! -murmuró don Tomás- ¡Todavía hay Dios! Ahora, dejadme, abandonad¬me. No tengo donde ir. Alojaré en la calle.
Y en la calle debe de haber alojado, porque a la mañana siguiente, cuando el sereno hacía su ronda y anunciaba el tiempo: “¡ Alabado sea Dios, las seis y media y sereno!", en el portal de la casa del procurador del Cabildo, don Juan Antonio Ovalle, encontró acurrucado a todo un Don To¬más Alvarez de Acevedó, oidor de la Real Audien¬cia... ¡Felizmente había perdido ya las antiparras, las pícaras antiparras del conspirador!
¡Pobres antiguallas montadas en acero y con lentes de un poderoso aumento! ¿Por qué no se las busca? Hoy que usamos anteojos de oro ahu¬mados, tal vez fuera un remedio "encontrarlas, po¬nérselas, y no volverlas a soltar.