jueves, 27 de noviembre de 2014

El Arte de Vivir 25


 Arte de Vivir 25
La relación con los árboles
 Los árboles
por Juan Carlos Skewes
Antropólogo y acádemico, Universidad Alberto Hurtado
“Tiene que crecer derechito, como un arbolito”, “es fuerte como un roble”, “es más desordenado que mata de arrayán florido”, “quien a buen árbol se arrima”, “escribir un libro, tener un hijo y plantar un árbol”, “hay que huasquear a los árboles para que den frutos”. ¿Quiénes no han usado estas expresiones? Los árboles son compañeros de ruta silenciosos, pasan casi inadvertidos. Están en el origen de la humanidad y seguirán dando vida a pesar de las muchas veces que les damos vuelta la espalda.
¿Qué sabemos de los árboles? La región de Los Ríos cuenta con importantes reservas de la biósfera. Quienes aquí viven tienen el privilegio de la compañía de bosques y renovales de árboles nativos. Aquí abundan los coihues, las tepas, los mañíos. ¿Qué se sabe de ellos? ¿Qué significa esta vecindad?
Miremos desde la perspectiva de un árbol. Imaginemos la alegría del bosque con las primeras lluvias del año. Pensemos en el movimiento de sus ramas, en el susurro del viento, y en la vida que nace con ellos. Desde las pequeñas larvas hasta las güiñas, desde los musgos suaves hasta el chucao, desde las hormigas hasta los leones, todo está en movimiento, todo está vivo. Cada cual coloca su color, su sonido, su olor. Pablo Neruda nos invita a respirar el bosque. “Me entra por las narices hasta el alma el aroma salvaje del laurel, el aroma oscuro del boldo”, escribe nuestro poeta. La tierra húmeda y crujiente del bosque austral es una invitación a la vida.
Los árboles nos llaman a enredarnos con ellos, a prolongar la vida que ellos engendran, a dejar florecer sus frutos entre nosotros. Es una invitación generosa que ofrecen ramas y troncos para servirnos de alero y calor a cambio del respeto que merecen sus vidas centenarias o milenarias. Hay en las arboledas, en los bosques, en los renovales, la vida que es de todos. Es lo que otro poeta, de nuestra región esta vez, Luis Oyarzún, entendió como nadie tal vez: “Quisiera vivir en un árbol, / en la oquedad del árbol de la noche. / Me dormiría en este vientre seco, /regresando a la corteza / de la tibia quietud que me devuelve /a la tierra final de mi destino”.
En ausencia de los bosques sólo queda el silencio, la tierra dura, la roca viva; en ausencia de ellos no hay musgos, ni líquenes, ni lianas, ni pájaros, ni insectos y, de no haber más bosques en el mundo, difícil es que pudiera haber seres humanos en el planeta.
Hay una sabiduría profunda en el pueblo que hace de los arboles amigos. Las vecinas dicen que éstos les ayudan a cuidar sus huertos y los mapuche, en la cordillera, erigen  descansos en la memoria de sus difuntos y los ubican junto a robles y laureles. En los pellines quedan instaladas las memorias de la tierra. Las maderas aparecen en la arquitectura, en las herramientas, en las bancas, mesas y sillas de la vida diaria; en las ocasiones religiosas sus ramas prodigan verdor y también se hacen presente en las movilizaciones políticas.
Es cierto. Los árboles tienen amigos pero parecieran más sus enemigos. Despojado de su follaje, humillado y mutilado por la motosierra, expoliado de su pulpa, el árbol no tarda en ser convertido en moneda tan muerta como dura. Pirómanos de todos los tipos, aserraderos, hachas, sierras, cascos: un ejército de adversarios las emprende contra las formaciones boscosas convirtiendo el verdor en leña y chips para la exportación.
También los hay quienes simulan amistad con el bosque para lucrar con los manchones verdes puesto al servicio del turismo o del ocio puro de un filántropo ambiental igualmente verde. Gigantes Egoístas hay tantos como madereros arrastrados por la dura moneda. Los unos quitan al bosques de sus árboles, los otros de los bosques sacan a los seres humanos. Unos y otros temen la conflagración subversiva que supone la conversación entre árboles y personas. Intuyen que son maniobras no rentables, que el bienestar de unos y de otros dejan fuera el juguete que todo se lleva – el mercado – ese agujero negro de la economía, capaz de absorber hasta el último insecto, el último suspiro, si de tornarlo en dinero se trata.
Imaginamos que los árboles desde sus alturas no quieren morir pero tampoco quisieran estar solos. Sus vidas dependen del jugueteo de la naturaleza, de la luz solar tanto como del humus oscuro en el que hunden sus pies. No quieren sentirse entregados a la absoluta soledad de un planeta desierto. Esperan, pues paciencia y tiempo tienen, que las conversaciones vuelvan a darse. Que así como los pájaros carpinteros pueden alimentarse de sus troncos y las güiñas tomar el sol en sus copas, que esta otra especie, la de los seres humanos,  – un poco arrogante, un poco envilecida por sus propias mezquindades – pueda volver a conversar con los árboles, a gozar de sus frutos, poniendo un poco de lo suyo – también – para sostener la vida de quienes a diario le dan vida.