Conversando desde la Amistad(29)
El control de la palabra.
Virtud de Diciembre de Rudolf Steiner
Ek Cuento “Los12 hermanos”,
de los hermanos Grimm
Los doce hermanos
Los
hermanos Grimm - KHM 009
Érase una
vez un rey y una reina que vivían en buena paz y contentamiento con sus doce
hijos, todos varones. Un día, el Rey dijo a su esposa:
— Si el hijo que has de tener ahora es una niña, deberán morir los doce
mayores, para que la herencia sea mayor y quede el reino entero para ella.
Y, así, hizo construir doce ataúdes y llenarlos de virutas de madera, colocando
además, en cada uno, una almohadilla. Luego dispuso que se guardasen en una
habitación cerrada, y dio la llave a la Reina, con orden de no decir a nadie
una palabra de todo ello.
Pero la madre se pasaba los días triste y llorosa, hasta que su hijo menor, que
nunca se separaba de su lado y al que había puesto el nombre de Benjamín, como
en la Biblia, le dijo, al fin:
— Madrecita, ¿por qué estás tan triste?
— ¡Ay, hijito mío! -respondióle ella-, no puedo decírtelo.
Pero el pequeño no la dejó ya en reposo, y, así, un día ella le abrió la puerta
del aposento y le mostró los doce féretros llenos de virutas, diciéndole:
— Mi precioso Benjamín, tu padre mandó hacer estos ataúdes para ti y tus once
hermanos; pues si traigo al mundo una niña, todos vosotros habréis de morir y
seréis enterrados en ellos.
Y como le hiciera aquella revelación entre amargas lágrimas, quiso el hijo
consolarla y le dijo:
— No llores, querida madre; ya encontraremos el medio de salir del apuro. Mira,
nos marcharemos.
Respondió ella entonces:
— Vete al bosque con tus once hermanos y cuidad de que uno de vosotros esté siempre
de guardia, encaramado en la cima del árbol más alto y mirando la torre del
palacio. Si nace un niño, izaré una bandera blanca, y entonces podréis volver
todos; pero si es una niña, pondré una bandera roja. Huid en este caso tan
deprisa como podáis, y que Dios os ampare y guarde. Todas las noches me
levantaré a rezar por vosotros: en invierno, para que no os falte un fuego con
que calentaros; y en verano, para que no sufráis demasiado calor.
Después de bendecir a sus hijos, partieron éstos al bosque. Montaban guardia
por turno, subido uno de ellos a la copa del roble más alto, fija la mirada en
la torre. Transcurridos once días, llególe la vez a Benjamín, el cual vio que
izaban una bandera. ¡Ay! No era blanca, sino roja como la sangre, y les advertía
que debían morir. Al oírlo los hermanos, dijeron encolerizados:
— ¡Qué tengamos que morir por causa de una niña! Juremos venganza. Cuando
encontremos a una muchacha, haremos correr su roja sangre. Adentráronse en la
selva, y en lo más espeso de ella, donde apenas entraba la luz del día,
encontraron una casita encantada y deshabitada:
— Viviremos aquí -dijeron-. Tú, Benjamín, que eres el menor y el más débil, te
quedarás en casa y cuidarás de ella, mientras los demás salimos a buscar
comida.
Y fuéronse al bosque a cazar liebres, corzos, aves, palomitas y cuanto fuera
bueno para comer. Todo lo llevaban a Benjamín, el cual lo guisaba y preparaba
para saciar el hambre de los hermanos. Así vivieron juntos diez años, y la
verdad es que el tiempo no se les hacía largo.
Entretanto había crecido la niña que diera a luz la Reina; era hermosa, de muy
buen corazón, y tenía una estrella de oro en medio de la frente. Un día que en
palacio hacían colada, vio entre la ropa doce camisas de hombre y preguntó a su
madre:
— ¿De quién son estas doce camisas? Pues a mi padre le vendrían pequeñas.
Le respondió la Reina con el corazón oprimido:
— Hijita mía, son de tus doce hermanos.
— ¿Y dónde están mis doce hermanos -dijo la niña-. Jamás nadie me habló de
ellos:
La Reina le dijo entonces:
— Dónde están, sólo Dios lo sabe. Andarán errantes por el vasto mundo. Y,
llevando a su hija al cuarto cerrado, abrió la puerta y le mostró los doce
ataúdes, llenos de virutas y con sus correspondientes almohadillas:
— Estos ataúdes -díjole- estaban destinados a tus hermanos, pero ellos huyeron
al bosque antes de nacer tú -y le contó todo lo ocurrido. Dijo entonces la
niña:
— No llores, madrecita mía, yo iré en busca de mis hermanos.
Y cogiendo las doce camisas se puso en camino, adentrándose en el espeso
bosque.
Anduvo durante todo el día, y al anochecer llegó a la casita encantada. Al
entrar en ella encontróse con un mocito, el cual le preguntó:
— ¿De dónde vienes y qué buscas aquí? -maravillado de su hermosura, de sus
regios vestidos y de la estrella que brillaba en su frente.
— Soy la hija del Rey -contestó ella- y voy en busca de mis doce hermanos; y
estoy dispuesta a caminar bajo el cielo azul, hasta que los encuentre.
Mostróle al mismo tiempo las doce camisas, con lo cual Benjamín conoció que era
su hermana.
— Yo soy Benjamín, tu hermano menor- le dijo. La niña se echó a llorar de
alegría, igual que Benjamín, y se abrazaron y besaron con gran cariño. Después
dijo el muchacho:
— Hermanita mía, queda aún un obstáculo. Nos hemos juramentado en que toda niña
que encontremos morirá a nuestras manos, ya que por culpa de una niña hemos
tenido que abandonar nuestro reino.
A lo que respondió ella:
— Moriré gustosa, si de este modo puedo salvar a mis hermanos.
— No, no -replicó Benjamín-, no morirás; ocúltate debajo de este barreño hasta
que lleguen los once restantes; yo hablaré con ellos y los convenceré.
Hízolo así la niña.
Ya anochecido, regresaron de la caza los demás y se sentaron a la mesa.
Mientras comían preguntaron a Benjamín:
— ¿Qué novedades hay?
A lo que respondió su hermanito:
— ¿No sabéis nada?
— No -dijeron ellos.
— ¿Conque habéis estado en el bosque y no sabéis nada, y yo, en cambio, que me
he quedado en casa, sé más que vosotros? -replicó el chiquillo.
— Pues cuéntanoslo -le pidieron.
— ¿Me prometéis no matar a la primera niña que encontremos?
— Sí -exclamaron todos-, la perdonaremos; pero cuéntanos ya lo que sepas.
— Entonces dijo Benjamín:
— Nuestra hermana está aquí -y, levantando la cuba, salió de debajo de ella la
princesita con sus regios vestidos y la estrella dorada en la frente, más linda
y delicada que nunca ¡Cómo se alegraron todos y cómo se le echaron al cuello,
besándola con toda ternura!
La niña se quedó en casa con Benjamín para ayudarle en los quehaceres
domésticos, mientras los otros once salían al bosque a cazar corzos, aves y
palomitas para llenar la despensa. Benjamín y la hermanita cuidaban de guisar
lo que traían.
Ella iba a buscar leña para el fuego, y hierbas comestibles, y cuidaba de poner
siempre el puchero en el hogar a tiempo, para que al regresar los demás
encontrasen la comida dispuesta. Ocupábase también en la limpieza de la casa y
lavaba la ropa de las camitas, de modo que estaban en todo momento pulcras y
blanquísimas. Los hermanos hallábanse contentísimos con ella, y así vivían
todos en gran unión y armonía. He aquí que un día los dos pequeños prepararon
una sabrosa comida, y, cuando todos estuvieron reunidos, celebraron un
verdadero banquete; comieron y bebieron, más alegres que unas pascuas.
Pero ocurrió que la casita encantada tenía un jardincito, en el que crecían
doce lirios de esos que también se llaman «estudiantes». La niña, queriendo
obsequiar a sus hermanos, cortó las doce flores, para regalar una a cada uno
durante la comida. Pero en el preciso momento en que acabó de cortarlas, los
muchachos se transformaron en otros tantos cuervos, que huyeron volando por
encima del bosque, al mismo tiempo que se esfumaba también la casa y el jardín.
La pobre niña se quedó sola en plena selva oscura, y, al volverse a mirar a su
alrededor, encontróse con una vieja que estaba a su lado y que le dijo:
— Hija mía. ¿qué has hecho? ¿Por qué tocaste las doce flores blancas?
Eran tus hermanos, y ahora han sido convertidos para siempre en cuervos. A lo
que respondió la muchachita, llorando:
— ¿No hay, pues, ningún medio de salvarlos?
— No -dijo la vieja-. No hay sino uno solo en el mundo entero, pero es tan
difícil que no podrás libertar a tus hermanos: pues deberías pasar siete años
como muda, sin hablar una palabra ni reír. Una palabra sola que pronunciases,
aunque faltara solamente una hora para cumplirse los siete años, y todo tu
sacrificio habría sido inútil: aquella palabra mataría a tus hermanos.
Díjose entonces la princesita, en su corazón: «Estoy segura de que redimiré a
mis hermanos». Y buscó un árbol muy alto, se encaramó en él y allí se estuvo
hilando, sin decir palabra ni reírse nunca.
Sucedió, sin embargo, que entró en el bosque un Rey, que iba de cacería.
Llevaba un gran lebrel, el cual echó a correr hasta el árbol que servía de
morada a la princesita y se puso a saltar en derredor, sin cesar en sus
ladridos. Al acercarse el Rey y ver a la bellísima muchacha con la estrella en
la frente, quedó tan prendado de su hermosura que le preguntó si quería ser su
esposa. Ella no le respondió de palabra;
únicamente hizo con la cabeza un leve signo afirmativo. Subió entonces el Rey
al árbol, bajó a la niña, la montó en su caballo y la llevó a palacio.
Celebróse la boda con gran solemnidad y regocijo, pero sin que la novia hablase
ni riese una sola vez.
Al cabo de unos pocos años de vivir felices el uno con el otro, la madre del
Rey, mujer malvada si las hay, empezó a calumniar a la joven Reina, diciendo a
su hijo:
— Es una vulgar pordiosera esa que has traído a casa; quién sabe qué perversas
ruindades estará maquinando en secreto. Si es muda y no puede hablar, siquiera
podría reír; pero quien nunca ríe no tiene limpia la conciencia.
Al principio, el Rey no quiso prestarle oídos; pero tanto insistió la vieja y
de tantas maldades la acusó, que, al fin, el Rey se dejó convencer y la condenó
a muerte.
Encendieron en la corte una gran pira, donde la reina debía morir abrasada.
Desde una alta ventana, el Rey contemplaba la ejecución con ojos llorosos, pues
seguía queriéndola a pesar de todo. Y he aquí que cuando ya estaba atada al
poste y las llamas comenzaban a lamerle los vestidos, sonó el último segundo de
los siete años de su penitencia.
Oyóse entonces un gran rumor de alas en el aire, y aparecieron doce cuervos,
que descendieron hasta posarse en el suelo. No bien lo hubieron tocado, se
transformaron en los doce hermanos, redimidos por el sacrificio de la princesa.
Apresuráronse a dispersar la pira y apagar las llamas, desataron a su hermana y
la abrazaron y besaron tiernamente.
Y puesto que ya podía abrir la boca y hablar, contó al Rey el motivo de su
mutismo y de por qué nunca se había reído. Mucho se alegró el Rey al
convencerse de que era inocente, y los dos vivieron juntos y muy felices hasta
su muerte. La malvada suegra hubo de comparecer ante un tribunal, y fue
condenada. Metida en una tinaja llena de aceite hirviente y serpientes
venenosas, encontró en ella una muerte espantosa.
FINIS