La complementariedad entre Lo Prosaico y lo Poético 9
María Zambrano
Pensamiento y
Poesía(del libro Filosofía y Poesía de María Zambrano)
Segunda parte
María
Zambrano Fragmentos
El otro camino es el del poeta. El poeta no
renunciaba ni apenas buscaba, porque tenía. Tenía por lo pronto lo que ante sí,
antes sus ojos, oídos y tacto, aparecía; tenía lo que miraba y escuchaba, lo
que tocaba, pero también lo que aparecía en sus sueños, y sus propios fantasmas
interiores mezclados en tal forma con los otros, con los que vagaban fuera, que
juntos formaban un mundo abierto donde todo era posible. Los límites se
alteraban de tal modo que acababa por no haberlos. Los límites de lo que
descubre el filósofo, en cambio, se van precisando y distinguiendo de tal
manera que se ha formado ya un mundo con su orden y perspectiva, donde ya
existe el principio y lo "principiado"; la forma y lo que está bajo
ella.
El camino de la filosofía es el más claro, el más
seguro; la Filosofía ha vencido en el conocimiento pues que ha conquistado
algo firme, algo tan verdadero, compacto e independiente que es absoluto, que
en nada se apoya y todo viene a apoyarse en él. La aspereza del camino y la
renuncia ascética ha sido largamente compensada (...).
La poesía perseguía, entre tanto, la multiplicidad
desdeñada, la menospreciada heterogeneidad. El poeta enamorado de las cosas se
apega a ellas, a cada una de ellas y las sigue a través del laberinto del
tiempo, del cambio, sin poder renunciar a nada: (...)
Con esto tocamos el punto más delicado quizá de
todos: el que proviene de la consideración "unidad-heterogeneidad". Hemos apuntado en las líneas
que anteceden, las divergencias del camino al dirigirse el filósofo hacia el
ser oculto tras las apariencias, y al quedarse el poeta sumido en estas
apariencias. El ser había sido definido con unidad ante todo, por eso estaba
oculto, y esa unidad era sin duda, el imán suscitador de la violencia
filosófica. Las apariencias se destruyen unas a otras, están en perpetua
guerra, quien vive en ellas, perece. Es preciso "salvarse de las
apariencias", primero, y salvar después las apariencias mismas:
resolverlas, volverlas coherentes con esa invisible unidad (...).
Hay que salvarse de las apariencias, dice el
filósofo, por la unidad, mientras el poeta se queda adherido a ellas, a las
seductoras apariencias, ¿Cómo puede, si es hombre, vivir tan disperso?
Asombrado y disperso es el corazón del poeta -"mi corazón latía, atónito y disperso"-. No cabe duda de que este primer momento de asombro,
se prolonga mucho en el poeta, pero no nos engañemos creyendo que es su estado
permanente del que no puede salir. No, la poesía tiene también su vuelo; tiene
también su unidad, su trasmundo.
De no tener vuelo el poeta, habría poesía, no
habría palabra. Toda palabra requiere un alejamiento de la realidad a la que se
refiere; toda palabra es también, una liberación de quien la dice. Quien habla
aunque sea de las apariencias, no es del todo esclavo; quien habla, aunque sea
de la más abigarrada multiplicidad, ya ha alcanzado alguna suerte de unidad,
pues que embebido en el puro pasmo, prendido a lo que cambia y fluye, no
acertaría a decir nada, aunque este decir sea un cantar.
Y ya hemos mentado algo afín, muy afín de la
poesía, pues que anduvieron mucho tiempo juntas, la música. Y en la música es
donde más suavemente resplandece la unidad. Cada pieza de música es una unidad
y sin embargo sólo está compuesta de fugaces instantes. No ha necesitado el
músico echar mano de un ser oculto e idéntico a sí mismo, para alcanzar la
transparente e indestructible unidad de sus armonías. No es la misma sin duda,
la unidad del ser a que aspira el filósofo a esta unidad asequible que alcanza
la música. Por el pronto esta unidad de la música está ya ahí realizada, es una
unidad de creación; con lo disperso y pasajero se ha construido algo uno,
eterno. Así el poeta, en su poema crea una unidad con la palabra, esas palabras
que tratan de apresar lo más tenue, lo más alado, lo más distinto de cada cosa,
de cada instante. El poema es ya la unidad no oculta, sino presente; la unidad
realizada, diríamos encarnada. El poeta no ejerció violencia alguna sobre las
heterogéneas apariencias y sin violencia alguna también logró la unidad. Al
igual que la multiplicidad primero, le fue donada, graciosamente, por obra de
las carites.
Pero hay, por el pronto, una diferencia; así como
el filósofo si alcanzara la unidad del ser, sería una unidad absoluta, sin
mezcla de multiplicidad alguna, la unidad lograda del poeta en el poema es siempre
incompleta; y el poeta lo sabe y ahí está su humildad: en conformarse con su
frágil unidad lograda. De ahí ese temblor que queda tras de todo buen poema y
esa perspectiva ilimitada, estela que deja toda poesía tras de sí y que nos
lleva tras ella; ese espacio abierto que rodea a toda poesía. Pero aun esta
unidad lograda aunque completa, parece siempre gratuita en oposición a la
unidad filosófica tan ahincadamente perseguida.
El filósofo quiere lo uno, porque lo quiere todo,
hemos dicho. Y el poeta no quiere propiamente todo, porque teme que en este
todo no esté en efecto cada una de las cosas y sus matices; el poeta quiere
una, cada una de las cosas sin restricción, sin abstracción ni renuncia alguna.
Quiere un todo desde el cual se posea cada cosa, mas no entendiendo por cosa
esa unidad hecha de sustracciones. La cosa del poeta no es jamás la cosa
conceptual del pensamiento, sino la cosa complejísima y real, la cosa
fantasmagórica y soñada, la inventada, la que hubo y la que no habrá jamás.
Quiere la realidad, pero la realidad poética no es sólo la que hay, la que es;
sino la que no es; abarca el ser y el no ser en admirable justicia caritativa,
pues todo, todo tiene derecho a ser hasta lo que no ha podido ser jamás".
(MARÍA ZAMBRANO: Filosofía y Poesía, México,
F.C.E., 87, pp. 13-25).
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