Conversando desde la Amistad(62)
El arte en la
cotidianidad
La fotgrafía sin
registro
Un texto de Moira
Brnsic
Hablando de Educación
He leído el texto
de la última entrevista realizada por el cineasta Felipe Monsalve al fotógrafo Sergio Larraín (fallecido
el 2011). Quedé gratamente sorprendida con su opinión: “la fotografía es más
que sólo un trabajo estético. Es una forma de expresión, es el resultado de tu
mundo interno en composición con la luz. ¿Ves ese jarro que está en la mesa?
¿Ves cómo el rayo de luz entra por la ventana, rebota en la muralla iluminando
la mitad de la flor? Esa es una imagen hermosa, una composición perfecta. Juntos
hemos tomado una fotografía, hemos hecho el ejercicio fotográfico, sólo que no
lo hemos registrado. ¿Te das cuenta? Sigo tomando fotografías, pero ahora sin
registro. Pero existió el acto, el instante”.
Vuelvo a mi infancia.
Cuatro o cinco años cuando me detenía a observar una chinita andando sobre una
hoja de hierba cautivándome la luz y la sombra del jardín por la mañana. Entonces,
como había visto a mis mayores con sus grandes cámaras fotográficas, ponía mis
índices casi rozando la frente, los pulgares sujetando la máquina imaginaria, y
apretaba el obturador. Esta bella costumbre me ha acompañado casi durante toda
la vida, digo casi, porque recientemente he podido adquirir una cámara
tecnológicamente aceptable para mis aspiraciones con la cual me deleito, sin
olvidar en absoluto, todas las fotografías tomadas sin registro. Éstas las
llevo espiritualmente, en la memoria, como el postulado de Goethe: la visión
eidética.
Aparecen ahora los
“ejercicios fotográficos”, tomar la fotografía sin registro. Aquella tarde en
el Tigre cuando la luz entra por los ventanales del salón principal abriéndose
paso entre la fronda y Elvirita de la Torre, sentada en una silla con su cabello blanco lee, y me sonríe
cuando apretó el obturador imaginario. Los rayos zigzagueantes en plena tarde
desapareciendo absorbidos, tal vez, por mi concentración en el mural del pintor
Monsegur, padre de mi querida cuñada,
tanto que los campesinos en esa muralla y la lluvia que comienza a caer
por la entrada de la casa, yo arriba en la galería, frente a la escalera
sacando la foto, somos uno en la
totalidad compleja del viento y la tormenta.
Hay otras fotografías sin
registro con apoyo tecnológico: mi Liceo Manuel de Salas, sacadas desde la
infancia hasta la adolescencia. Y claro, “existió el acto, el instante” como
dice Sergio Larraín de momentos difíciles, reconocer a mi padre en la morgue de
Santiago, despedirme en el parque Juan XXIII de Ñuñoa de mi amigo y alumno de
mi progenitor, Carlos Godoy Lagarrigue con un abrazo fraternal, cuando sabíamos
que nunca más, por las condiciones dictatoriales en nuestro país, nos veríamos.
Ahí apreté el obturador con más fuerza en mis dedos, el “ejercicio
fotográfico”, y gracias a él, tengo su última sonrisa, su convicción de lucha
apoyado en una tortuga gigante de concreto - el parque tenía, no sé si tiene
ahora monumentales animales que podían ser trepados por los niños, una jirafa,
creo un hipopótamo – con sus últimas palabras de amor para su señora, hoy
detenido desaparecido.
Hay otras “fotografías”
donde la luz invade el recuerdo nítido, permitiéndome ver la belleza del
instante: el abrazo con mi hermano antes que partiera de regreso a Barcelona, la
mariposa naranja en mi almohada a los siete años, un retrato del Ché en mis
años universitarios en la pared, mientras mudo a mi hija recién nacida, mi
padre escuchando a Bhrams frente a la chimenea, el cuarteto de cuerdas de mi
hermano y cada uno de sus integrantes: Renato Parada, Pablo Sanhueza, Alejandro
Contreras y Gabriel, ésta es una fotografía tomada desde la escalera como a los
diez años; mi amiga Carmen, abogada, hablando en mujeres por el NO, Laurita
paseándose por el muelle de San Antonio y tirando volantes a pesar de su
enfermedad, Allende en la Casa del Pueblo, mi tía Blanca Elena -hija de
Marmaduke Grove - visitando a un joven drogadicto en la miseria total y
abrazándolo, mi madre recogiendo frutillas sembradas en la entrada de autos,
mitad verdes y rojizas, encuclillada con su sonrisa encantadora, el parrón de
mi abuelo, su cuarto de herramientas, el primer carrito que nos construyó mi
hermano para deslizarnos con ruedas de patín, el rezo de las últimas horas de
la tarde de mis tías abuelas a la virgen incólume en el velador, yo en la
ventana con mi dedo índice a punto de apretar el botón, encuadro sus rostros
arrugados, sus lacios pelos canos, sus manitos devotas, sus largos dedos
entrelazados en la quietud de la penumbra del estío.
Avanzando hacia la
trascendencia como diría mi amigo Lucho, trasponiendo los límites
individualistas, las fotografías sin registro alcanzan en la adultez una
ampliación de la conciencia. De pronto me quedo ensimismada ante el haz de luz
que se desliza en la ancianidad, en la enfermedad, en los primeros pasos del
hijo o del nieto, alcanzando el lomo de un libro como si te dijera debes leerlo
ahora, aunque ya lo leíste, revísame, o al contemplar un rayo de sol que da en
el agua y reverbera sobre el techo en ondas atravesando los cristales de la
ventana.
Pienso que, desde el pre
kínder, “el ejercicio fotográfico sin registro” debiera ser parte de un currículum
sanador, saludable, de los niños y de los adolescentes. Con él se despertaría,
sin apoyo tecnológico, la capacidad de observación ligada a los afectos, la
razón de dicha observación, el comentario de una fotografía eidética, generando
la convivencialidad de la cooperación. Tal vez muchos niños y niñas vieran lo
mismo, sólo colocándose los dedos índice y pulgares como un antifaz sobre sus
ojos, jugando a ser fotógrafos y cooperando con sus diversas “tomas” a encontrar
soluciones que saltan a la vista, entre las luces y sombras de la vida y el
diálogo fraternal, guiados por sus maestros y maestras.
La formación educativa
podría comenzar precisamente, en realizar los “ejercicios fotográficos”, con la
luz y la belleza del mundo interno. Aquella capacidad cerebral de la
celebración del asombro.
No requerimos de más.
Imaginemos un aula para preescolares y las de los niños y niñas mayores en
clases de ejercicios fotográficos, desparramándose por doquier buscando expresar
una composición interna que se aclara u obscurece a la par de las vivencias y
los focos de atención. Volviendo a dibujar, contar su fotografía o ponerla en
movimiento corporal, comunicándose con sus compañeros y compañeras como si
hubieran manipulado la mejor cámara del mundo. Creo que lo óptimo se encuentra en nuestro cerebro, en el
acto del registro, a pesar que Sergio Larraín nos pide liberarnos de las
imágenes.