domingo, 1 de marzo de 2015

El Ar te de Vivir 110


El Arte de Vivir 110
Idánita en el Jardín de la Unidad
Ángeles Estévez, desde Punta Arenas.
Tercera parte
Fue de un minuto a otro, quedó atónita. Fascinación y aturdimiento se fundían al escuchar que otro,  ¡alguien más! Relataba la búsqueda que ella callaba. ¡Escuchó bien! y ¡sí!; ahora todo tenía más sentido, no sólo desde el momento del viaje sino también toda la experiencia  anterior de su vida, todo parecía pender de un mismo hilo desde la infinitud.

Frente a sus ojos una mujer de mediana edad, con cabello tan blanco que le extrañaba no tuviera surcos en el rostro, con mirada cándida y expresiones llanas, señaló lo que ella buscaba diciendo: “Has viajado por tierras y mares hasta llegar a los canales, y todo este tiempo,  has estado siempre en contacto con un ser que hoy está disponible para ti. No soy yo. Tu encuentro, no será en una visita común, tampoco algo extraordinario.  Estás por comenzar, el viaje que hasta ahora ha sido geográfico, comienza un aspecto sutil. Te reportará grandes tareas y muy buena voluntad. Al decir voluntad me refiero a que será duro. Más no por eso menos encantador. Tienes mucho camino por delante. Ve a acostarte que mañana vas a requerir de tus fuerzas”.
Esa misma noche en  su sencillo hospedaje entró tranquilamente en su dormitorio y con la misma facilidad en sus sueños. Una vez dormida en las profundidades, llegó a un sitio con dos árboles, cercanos uno del otro, separados por un espacio suficiente en donde la sombra de ambos albergaba  el lugar preferido  para los juegos de verano de su niñez. Un Nogal  de corteza blanca con ramas que asemejaban brazos, grandes hojas color  verde claro;  y un Olmo de tronco robusto con pequeñas hojas oscuras y ramas finas que articulaban una copa redonda extendida hasta muy alto en el cielo.
Se acercó a su espacio perfecto y una rama acogió su llegada. Era una rama con la contextura del Nogal y la textura del Olmo, no era uno ni era el otro, era la unidad.
Decidió subir en ella y tras levantar un pedacito rectangular de  esa corteza, vio que en su interior  se albergaba un ser. No era Duende, no era Ada, ni ningún otro ser  de la naturaleza invisible, era algo nuevo.  Dormía con rostro de Ángel  y  sus manos cruzadas sobre el corazón. Abrió los ojos, sonrío y luego del encuentro con su inocente mirada, esbozó una sonrisa muy amplia, cerró los ojos y siguió durmiendo.
A la mañana siguiente recordó el sueño, como un momento vívido que seguiría estando presente. Fue a desayunar y  lo comentó con su nueva guía. Esa mujer con pelo de vieja y rostro joven, parecía una abuela, también una hermana, pero era alguien nuevo y confiaba en ella sin necesidad de experiencia. Comentó esta extraña relación onírica que aun sentía,  carecía de contexto. Supo de esa manera que su  nueva amiga era  capaz de compartir, y que podía contener la luz de ese mensaje  con seriedad y una diáfana sonrisa que le sugería tomara el encuentro de la noche anterior como una visita a la unidad, pues en el estado de los sueños permitió salir a un nuevo ser que habitaba en el árbol de la unidad.
La mujer de pelo cano, y rostro joven se fue transformando en su maestra. Le enseñó a vivir con aquello que la educación no otorga. Con la confianza puesta en el universo, en Dios y su manifiesta unidad. El tiempo trascurrió de la manera menos acostumbrada. Pasó el verano, el otoño, el invierno y la primavera y el repertorio de su memoria se fue nutriendo de nuevos aconteceres. Fue cuidando aspectos que antes no habría reparado en detenerse, conoció su ego,  la lucha entre la polaridad, la ética del bien y del mal y así madurando sus alegrías,  tristezas, miedos, desafíos,  triunfos, pérdidas y logros,  fue construyendo en su poco adelantada juventud un cimiento para una vida que su propia memoria estaba constituyendo.
Mientras tanto comenzaba a recordar aspectos sutiles que durante toda su vida había estado construyendo un devenir distinto de la trama colectiva y se daba cuenta que quería optar por aquello.
  Comenzó el andar de una manera diferente, ese día y esa noche, ese momento a esa edad, permitieron en ella un nuevo mundo cotidiano. Un nuevo archivo se desprendía de sí misma para dar a luz la información que siempre había correspondido a sus células y a la experiencia humana.
Esta es la historia que comienza, en donde los nombres de la niña que se transformó en mujer cuando decidió optar por vivir,  de su guía pelo de vieja y rostro joven  y de un nuevos ser,  aún no han  sido mencionados.
Comenzaremos por la tercera.  Sí,  diremos que es  alguien perteneciente al todo, alguien que se manifestó de la unidad y que distinguiendo entre mucha gente, permitió a una mujer muy joven,   recibir un regalo tan simple como es la sonrisa de un ser desconocido que duerme con sus manos cruzadas sobre el corazón, en una grieta de una rama. Protectora de la flora, de la fauna, de los minerales, del agua y de toda forma de materia que se atestigüe en el bosque, sin importar si el bosque está aquí,  ahí o allá o más allá o en otro tiempo, o separado por el mar o por los hielos o canales o toda geografía.  Ese ser de la unidad es: Idánita. Idánita,  vino de la luz del universo,  de la unidad. Pero no fue la joven mujer sino los ancestros de su compañera con pelo de vieja y rostro joven,  sus primeros testigos.  Y eso ocurrió desde tiempos prehistóricos hasta, hace poco más de  100 años. Eran los indígenas de la Patagonia, los últimos descendientes de antiquísimos ancestros que fueron los primeros habitantes del extremo  meridional del mundo.
Hace más de 100 años, cuando la luz viajera  eterna revelara  la salida de Idánita de estas  tierras,  yermas por el fuego,  destinada a fusionarse con la totalidad pues ya no había nada ni a nadie que cuidar  Idánita debía dejar el bosque y sus seres  y compartir puramente con la unidad. Más Idánita había aprendido de los seres humanos la porfía y desobedeció las leyes naturales. Así,  en vez de ascender y seguir con la luz hacia el infinito,  quedó atrapada en la materia subterránea  y supo desde ese momento que sólo podría salir cuando sucediere, alguien perteneciente a los nuevos habitantes  de la humanidad fuere  capaz de algo tan simple, tan sencillo como poder mirar su sonrisa.
Y  comenzó a sentir ese contacto, simultáneamente  en dos momentos de  su estado subterráneo; años antes, cuando su rostro tomó la apariencia de un enanito y meses antes cuando el dolor del fuego fue sentido por la sensibilidad de una humana.
Fue entonces cuando la trascendencia de Idánita cobró sentido nuevamente, modificando el rumbo del devenir de dos mujeres.
Una, con pelo de vieja y rostro joven, otra, tan joven que la voluntad aún no era capaz de ahormar su imagen.
El amor a la tierra era  tarea conjunta de las tres y eso traería la trasmisión de pasajes ocultos,  fases  desconocidas de la sociedad indígena nebulosamente  llamada “rudimentaria” por los hombres de la sociedad neoliberal, nebulosamente llamados “civilizados”.
Por primera vez se  habló algo más  acerca de la vida de los hombres y mujeres que corrían por las estepas y navegaban en piraguas por los canales. Es la historia de la sociedad de la inocencia. De una niña que atraviesa la experiencia humana postmoderna con un sentido capaz de ir más allá del esclavismo pasivo. De una mujer cuyo rostro permanece joven ante la revelación de los años en su pelo y que con sus raíces indígenas puede llevar las células de otros al contacto con seres de la tierra,  que habitan más allá de nuestra percepción. Y es por supuesto es la historia de  Idánita, en lengua originaria: “Ángel del bosque” que duerme con sus manos cruzadas sobre el corazón en un pedacito de corteza, en el sitio perfecto para los juegos que se encuentra en el jardín de la unidad.

Ángeles Estévez O.