martes, 30 de abril de 2013

Conversando desde la Amistad (166)


Conversando desde la Amistad (166)
 El amor
Escribe Yolanda Pino, participante, desde España, del curso a distancia Amistad, Poesía y Salud Integral- Desarrollo  Personal y aproximación al Cambio Cultural

UNA PELÍCULA QUE ME IMPACTÓ Y ME CONECTÓ CON EL TALLER: “Amour”, del director austríaco Michael Haneke, con la que obtuvo el último Oscar a la mejor película extranjera.  Es el mismo director de la imprescindible “La cinta blanca”.

Si no lo han visto todavía, ahí les van mis impresiones, previa una sinopsis. Un matrimonio francés de nonagenarios con salud, que habitan solos un buen apartamento en el centro del París actual, conviven en armonía enfrentados a sus respectivos procesos de envejecimiento y merma física. Aunque tienen una hija de unos 40 años, emancipada y ausente, prototipo de la ejecutiva estresada y competitiva, muy infeliz en su matrimonio, ellos dos, Juan y Anita (son nombres imaginarios) han podido optar por disfrutar de ese proceso siguiendo juntos y autónomos en su casa de siempre, gracias a su buen poder adquisitivo y a un confort derivados de su vida profesional anterior como reputados profesionales en el campo de la música.  Viven la cultura a través de los periódicos y revistas, o de alguna esporádica salida a un acto. Son personas cultivadas y acomodadas, remisas a interactuar con los demás. Su amor es autosuficiente. Ambos parecen tener bien-estar.
Toda la acción transcurre en el espacio cerrado, interior, del apartamento, que así, a los ojos del espectador, se convierte en la prolongación de la propia vivienda-alma , como si se hubiese abierto la puerta de otra y de sus intimidades guardadas en secreto, clausuradas en una atmósfera cerrada. La convivencia plácida, confortable, armónica afectivamente, y pautada por rutinas y gestos mutuos que delatan un amor destilado en pequeños detalles cotidianos, se ve alterada por un veloz proceso de Alzheimer de Anita, quien, consciente de su situación, ruega al esposo que le prometa no llevarla al hospital e, implícitamente, que la ayude a morir. Él acepta, al menos lo primero, en un gesto amoroso que su hija y los demás no comprenden.
 Para él, este compromiso comportará, con sus solas fuerzas, el realizar las tareas de la casa apenas ayudado de los porteros del edificio y, previo asesoramiento, irse ocupando de los cuidados específicos a su esposa, enseguida encamada, sin ayuda de cuidadores externos a sueldo (cuando se les contrata, son mujeres a las que él despide de inmediato por el trato cruel que deparan a Anita )
Conforme avanza el deterioro de esta, se intensifican las ininterrumpidas muestras de amor incondicional por parte de Juan. Se trata de ese amor silencioso, sin aspavientos, nacido de la capacidad de ponerse en el lugar de ella, acariciando y masajeando su cuerpo casi inmóvil, adelantándose a sus necesidades, poniéndola en primer lugar, contándole historias y hablándole aunque ella no oiga o no pueda responder, alimentándola como a un bebé a pesar de que ella escupe el alimento en su único acto de rebeldía posible ante una inexorable muerte indigna de la que sólo él puede librarla. Interactúan tan sólo a través de la mirada, y la mirada solicita que la ayude a irse. Es cuando el esposo decide recluirse en sí mismo y con ella en el hogar, cerrando sus puertas incluso a la hija, insistente en que su madre sea atendida en un hospital o residencia de ancianos. Juan hace del pudor propio y del de la esposa, y de la “comunión” con el infierno o extravío en que ella vive, su expresión del Amor.  El proceso  culmina en el momento en que, dormida, la asfixia con una almohada. Enajenado durmiente en la habitación próxima, y sin comunicarlo a nadie, fuera del tiempo y de sí, Juan sale a comprar flores para lavar el cuerpo de ella con agua aromatizada y arreglarla con uno de sus vestidos favoritos. La deja reposando en la cama y desaparece, sin saberse más de su destino. El hedor denunciado más tarde por los vecinos a los bomberos nos retrotrae a la escena inicial: el cuerpo corrupto de ella, sola, encima de la cama matrimonial.

Me conmovió que un director europeo muestre esta cara del amor humano de pareja tan exenta de sentimentaloides romanticismos en los que nos han programado y se nos programa a través de otras formas de expresión de masas que cultivan un imaginario del eros  negativo y falso, asociado, además, con la perenne juventud. Haneke funciona sobre otro paradigma de amor-amistad al que quiere contribuir por un medio tan popular como el cine. Lo interesante es que nos lo muestra en toda su complejidad: aquí están también el egocentrismo y egoísmo de Anita, el de la hija, quien desea mejorar en un hospital o asilo las atenciones a su madre para, en el fondo, autojustificar su ausencia y falta de compromiso con el proceso, y porque antepone su propia vida y tiempo a la voluntad última de su madre. Se muestra, así, la diferencia entre “atención” (lo que la hija pretende, y pretenden casi todos los europeos pudientes, o lo que reclamamos al sistema sanitario nuestro) y el “cuidado”, que es lo que lleva a efecto el marido.
El director tampoco hace concesiones a la dureza de lo que muestra, ni se alza en portavoz de la defensa de una muerte digna inducida y por amor. Muestra la dureza con el mismo pudor y delicadeza que el personaje masculino aborda la situación, quien afirma a su hija ante el dormitorio materno cerrado con llave: “esto no se debe mostrar”. Pero Haneke lo muestra. Al igual que muestra, por descarte, que en esta sociedad los ancianos no válidos, solos o con hijos,  si carecen de una economía saneada, están confinados a la dependencia: sea en una residencia o asilo, sea en la casa propia, subsidiarios de la vida de sus propios hijos, dependientes de la ayuda y visitas de ellos. Pocos pueden optar por la vida independiente de los protagonistas. Y estoy simplificando mucho, lo sé.
También pude comprender mejor que el miedo de  este anciano a la soledad, la dependencia, el abandono, a la vulnerabilidad, que es el de casi todos nuestros mayores de economía saneada, les lleva a dar buenas propinas a los ayudadores cotidianos y eventuales: los porteros, los enfermeros, un fontanero…No sabemos, realmente, si estas personas serían tan amables sin recibir las propinas, simplemente porque las personas se ayudan gratuitamente en situaciones difíciles. Así llegué a entender por qué mi padre hoy nonagenario, ya desde su jubilación, inducido por el miedo a muchas cosas, impartiese propinas jugosas allí donde estaban las personas que podían hacer su vida cotidiana, y la de mi mamá, más grata, y como si fuesen todavía merecedores del  reconocimiento de una “mayoría de edad” activa y digna, que todavía merece respeto y tiene mucho que enseñar. Algo que no es verídico, porque la sociedad neoliberal de consumo suele confinar a los im-productivos a un guetto mejor o peor maquillado, casi fuera del sistema, eliminador de vías para que pongan sus experiencias y talentos al servicio de la comunidad mientras la salud lo permite. Y, cuando no, tengan derecho a vivir y morir con dignidad.

La fragilidad y el miedo de esta tercera o cuarta edad también se plasma, creo yo, en el autoencierro casero, como si el hogar-refugio mantuviese a salvo de un medio hostil. Mi pregunta es: si ellos, burgueses adinerados, pudieron esconderse y hacer las cosas a su manera,  refugiarse el uno en el otro en el refugio-casa…porque tenían medios económicos,  ¿la expresión del amor está tan condicionada por esta circunstancia o se daría por igual en otra más adversa?
Fui a ver esta película de estética igualmente austera y certera con una gran amiga que no hacía mucho, en condiciones económicamente muy difíciles, cuidó y atendió (ambas cosas) a su madre octogenaria con un cáncer terminal en su propia casa, la casa de mi amiga. Su comentario escueto fue:  “la vida, Yoli,  supera a esta ficción”.
En todo caso,  la capacidad de amor incondicional en la vejez, la dignidad reclamada por los ancianos, el compromiso mutuo vigente por encima de las fuerzas, las demandas de una dignidad y bien estar muestran que se puede estar a salvo (no sé si “al margen”) de los convencionalismos, pues ellos dos rechazan el patrón del asilo. El compromiso con la vida plena también encierra la negativa a vivirla sin dignidad. Son hilos complejos que van a parar a esa etapa de la vida en la que el amor, como en las demás, es la pauta que conecta, un amor teñido de una poesía que radica, a mi entender, en la disidencia de la pareja respecto de los protocolos habituales y bien vistos socialmente, en el afán de resistir y sobre-vivir intensamente por encima de situaciones e imposiciones, y en el asombro humano que tal disidencia les provoca y comporta al entorno.
O sea, que en situaciones más duras, un amor así, y mucho mejor que así, ya esta siendo posible en esta tierra y entre los pobres de la tierra, por invisibilizado que lo tengan. Y un amor así es pura poesía, como poesía es el film que les comento.