E l Arte de vivir 86
El arte de vivir
requiere tomar
conciencia de la tensión
entre el ser y el hacer y el tener, imposible de
separar de la necesidad de atender
al sentido.
El oro es un símbolo, un ícono cuyo rostro también se llama último modelo de auto o de celular, falta de consideración al diálogo, a los derechos
humanos, a los diferentes
planos de la ecosofía: ambiental, social, microsocial, subjetiva, del yo.
La trivialidad y el oro
La fábula de Esopo sobre La Gallina de los Huevos de Oro.
Tenía cierto hombre una
gallina que cada día ponía un huevo de oro. Creyendo encontrar en las entrañas
de la gallina una gran masa de oro, la mató; mas, al abrirla, vio que por
dentro era igual a las demás gallinas. De modo que, impaciente por conseguir de
una vez gran cantidad de riqueza, se privó él mismo del fruto abundante que la
gallina le daba.
Es
conveniente estar contentos con lo que se tiene, y huir de la insaciable
codicia.
Otra versión de la Gallina de los huevos de oro (lw)
La exaltación por el tener
Con qué placer iba a recibir los huevos de oro. El
paso felino, raudo, alado, lo conducía, al primer atisbo de sol matinal, hacia
el lecho próximo, en cuyos pies relumbraban los huevos dorados, mientras la
gallina cubría una cara extenuada y pretendía dormir.
Los tocaba, inquieto, tal vez furtivo, el rabillo del ojo en su acompañante,
dama de pasado nebuloso, amenazante, incoloro. Los dedos traían, pronto, las
noticias reconfortante habituales, todo en su sitio, la dureza, el frío, el
contorno del metal noble. Ahora, el reconocimiento reprimido a la gallina,
madre escultora. Rápido, la certeza del sigilo, la reserva absoluta, la complicidad
del silencio en la carrera hacia el escondite secreto. Allí, centelleando, la
algazara espectral, hierática, la danza coagulada de los huevos de oro en colección
fabulosa. Cascadas de risa anaranjadas, imponentes. Sabor gratísimo de tener,
ansiedad de palpar ahora con las manos, los brazos, los pies, los codos, las
orejas palpitantes, Oro. Codicia de paladear solo, infinitamente solo. Lejanos,
deseos de urgir más a la gallina. Si pudiera saber cómo había aprendido este
arte. Cómo persuadirla a contar, a dar cuerpo a su pasado fantasmal.
Algún día ella moriría y se llevaría su secreto, el origen de su talento
para poner huevos de oro. Tal vez, si la llevara al médico amigo. Un examen.
Aunque no colaborara. La sabiduría de su amigo, el ir arrancando tierra de
recuerdos de ese vacío asfixiante, abisal hasta lo mortecino.
Sintió una extraña opresión, como el recibir una mirada con resolana, de
un fulgor pálido y a la vez terebrante. Por un momento creyó verla a ella, como
en ese primer encuentro, turgente, magnánima, próxima. Ella allí, sin estarlo
realmente, pero luego fue un leve murmullo en la macicez del oro y una sombra
esquiva en el matiz del amarillo.
Cuando la solidez de la mañana, en un instante, le ayudó a tomar su
propio centro, y miró, ávido, codicioso, desesperado, en paroxismo, tenia ante
si una enorme, una estupenda colección de huevos de gallina.