Conversando desde la Amistad(236)
El Cuidado (2)
El Cuidado como parte del
Amor
La perspectiva de Erich Fromm.
Para Erich Fromm hay diversos tipos de Amor( materno, erótico, amor a sí
mismo, amor a Dios, fraternal) uno
de los cuales , el Amor Fraterno , se puede identificar con la amistad.
Fromm integra al Cuidado en los grandes constituyentes,
requisitos o radicales del amor: Responsabilidad, Respeto, Conocimiento y
Cuidado . Así se lee en su muy
conocido “Arte de Amar”:
“Además del elemento de dar, el carácter
activo del amor se vuelve evidente en el hecho de que implica ciertos elementos
básicos, comunes a todas las formas del amor. Esos elementos son: cuidado, responsabilidad, respeto y conocimiento.
Que
el amor implica cuidado es especialmente evidente en el amor de una madre por su hijo.
Ninguna declaración de amor por su parte nos parecería sincera si viéramos que
descuida al niño, si deja de alimentarlo, de bañarlo, de proporcionarle
bienestar físico; y creemos en su amor si vemos que cuida al niño. Lo mismo
ocurre incluso con el amor a los animales y las flores. Si una mujer nos dijera
que ama las flores y viéramos que se olvida de regarlas, no creeríamos en su
«amor» a las flores. El amor es la preocupación activa por la vida y el
crecimiento de lo que amamos. Cuando falta tal preocupación activa, no hay
amor. La esencia del amor es «trabajar» por algo y «hacerlo crecer», el amor y
el trabajo son inseparables. Se ama aquello por lo que se trabaja y se trabaja
por lo que se ama.
El
cuidado y la preocupación implican otro aspecto del amor: el de la responsabilidad. Hoy en día
suele usarse ese término para denotar un deber, algo impuesto desde el
exterior. Pero la responsabilidad, en su verdadero sentido, es un acto
enteramente voluntario, constituye mi respuesta a las necesidades, expresadas o
no, de otro ser humano. Ser «responsable» significa estar listo y dispuesto
a «responder». La persona que ama, responde. La vida de su hermano no es
sólo asunto de su hermano, sino propio.
Siéntese
tan responsable por sus semejantes como por sí mismo. Tal responsabilidad, en
el caso de la madre y su hijo, atañe principalmente al cuidado de las
necesidades físicas. En el amor entre adultos, a las necesidades psíquicas de
la otra persona.
La
responsabilidad podría degenerar fácilmente en dominación y posesividad, si no
fuera por un tercer componente del amor, el respeto. Respeto no significa temor y sumisa reverencia; denota,
de acuerdo con la raíz de la palabra (respicere = mirar), la capacidad de ver a
una persona tal cual es, tener conciencia de su individualidad única. Respetar
significa preocuparse porque la otra persona crezca y se desarrolle tal como es.
De ese modo, el respeto implica la ausencia de explotación. Quiero que la
persona amada crezca y se desarrolle por sí misma, en la forma que les es
propia y no para servirme. Si amo a la otra persona, me siento uno con
ella, pero con ella tal cual es, no como yo necesito que sea, como un objeto
para mi uso. Es obvio que el respeto sólo es posible si yo he alcanzado
independencia; si puedo caminar sin muletas, sin tener que dominar ni explotar
a nadie. El respeto sólo existe sobre la base de la libertad: El amor es
hijo de la libertad, nunca de la dominación.
Respetar a una persona sin conocerla, no es posible; el cuidado y la
responsabilidad serían ciegos si no los guiara el conocimiento. El conocimiento sería vacío si no lo motivara
la preocupación. Hay muchos niveles de conocimiento; el que constituye un
aspecto del amor no se detiene en la periferia, sino que penetra hasta el
meollo. Sólo es posible cuando puedo trascender la preocupación por mí mismo
y ver a la otra persona en sus propios términos.
Puedo
saber, por ejemplo, que una persona está encolerizada, aunque no lo demuestre
abiertamente; pero puedo llegar a conocerla más profundamente aún; sé entonces
que está angustiada, e inquieta; que se siente sola, que se siente culpable. Sé
entonces que su cólera no es más que la manifestación de algo más profundo, y
la veo angustiada e inquieta, es decir, como una persona que sufre y no como
una persona enojada.
Pero
el conocimiento tiene otra relación, más fundamental, con el problema del amor.
La necesidad básica de fundirse con otra persona para trascender de ese modo
la prisión de la propia separatividad se vincula, de modo íntimo, con otro
deseo específicamente humano, el de conocer el «secreto del hombre». Si
bien la vida en sus aspectos meramente biológicos es un milagro y un secreto,
el hombre, en sus aspectos humanos, es un impenetrable secreto para sí mismo -y
para sus semejantes-. Nos conocemos y, a pesar de todos los esfuerzos que
podamos realizar, no nos conocemos. Conocemos a nuestros semejantes y, sin
embargo, no los conocemos, porque no somos una cosa y tampoco lo son nuestros
semejantes. Cuanto más avanzamos hacia las profundidades de nuestro ser, o el
ser de los otros, más nos elude la meta del conocimiento. Sin embargo, no
podemos dejar de sentir el deseo de penetrar en el secreto del alma humana, en
el núcleo más profundo que es «él».
Otro
camino para conocer «el secreto» es el amor. El amor es la penetración activa
en la otra persona, en la que la unión satisface mi deseo de conocer. En el
acto de fusión, te conozco, me conozco a mí mismo, conozco a todos -y no
«conozco» nada-. Conozco de la única manera en que el conocimiento de lo
que está vivo le es posible al hombre -por la experiencia de la unión- no
mediante algún conocimiento proporcionado por nuestro pensamiento. El amor
es la única forma de conocimiento, que, en el acto de unión, satisface mi
búsqueda. En el acto de amar, de entregarse, en el acto de penetrar en la otra
persona, me encuentro a mí mismo, me descubro, nos descubro a ambos, descubro
al hombre. El anhelo de conocernos a nosotros mismos y de conocer a nuestros
semejantes fue expresado en el lema délfico: «Conócete a ti mismo» Tal es
la fuente primordial de toda psicología. Pero puesto que deseamos conocer todo
del hombre, su más profundo secreto, el conocimiento corriente, el que procede
sólo del pensamiento, nunca se puede satisfacer dicho deseo. Aunque llegáramos
a conocernos muchísimo más, nunca alcanzaríamos el fondo. Seguiríamos siendo un
enigma para nosotros mismos, y nuestros semejantes seguirían siéndolo para
nosotros. La única forma de alcanzar el conocimiento total consiste en el
acto de amar: ese acto trasciende el pensamiento, trasciende las palabras. Es
una zambullida temeraria en la experiencia de la unión. Sin embargo, el
conocimiento del pensamiento, es decir, el conocimiento psicológico, es una
condición necesaria para el pleno conocimiento en el acto de amar. Tengo que
conocer a la otra persona y a mí mismo objetivamente, para poder ver su
realidad, o más bien, para dejar de lado las ilusiones, mi imagen
irracionalmente deformada de ella. Sólo conociendo objetivamente a un ser
humano, puedo conocerlo en su esencia última, en el acto de amar. Esta
afirmación tiene una consecuencia importante para el papel de la psicología en
la cultura occidental contemporánea. Si bien la gran popularidad de la
psicología indica ciertamente interés en el conocimiento del hombre, también
descubre la fundamental falta de amor en las relaciones humanas actuales. El
conocimiento psicológico se convierte así en un sustituto del conocimiento
pleno del acto de amar, en lugar de ser un paso hacia él.
La
experiencia de la unión, con el hombre, o, desde un punto de vista religioso,
con Dios, no es en modo alguno irracional. Por el contrario, y como lo señaló
Albert Schweitzer, es la consecuencia del racionalismo, su consecuencia más
audaz y radical. Se basa en nuestro conocimiento de las limitaciones
fundamentales, y no accidentales, de nuestro conocimiento. Es el
conocimiento de que nunca «captaremos» el secreto del hombre y del universo,
pero que podemos conocerlos, sin embargo, en el acto de amar. La psicología
como ciencia tiene limitaciones, y así como la consecuencia lógica de la
teología es el misticismo, así la consecuencia última de la psicología es el
amor.
Cuidado,
responsabilidad, respeto y conocimiento son mutuamente interdependientes.
Constituyen un síndrome de actitudes que se encuentran en
la persona madura; esto es, en la persona que desarrolla productivamente sus
propios poderes, que sólo desea poseer los que ha ganado con su trabajo, que ha
renunciado a los sueños narcisistas de omnisapiencia y omnipotencia, que ha
adquirido humildad basada en esa fuerza interior que sólo la genuina actividad
productiva puede proporcionar.