El Arte de
Vivir 110
Idánita en
el Jardín de la Unidad
Ángeles
Estévez, desde Punta Arenas.
Tercera
parte
Fue de un
minuto a otro, quedó atónita. Fascinación y aturdimiento se fundían al escuchar
que otro, ¡alguien más! Relataba
la búsqueda que ella callaba. ¡Escuchó bien! y ¡sí!; ahora todo tenía más
sentido, no sólo desde el momento del viaje sino también toda la experiencia anterior de su vida, todo parecía
pender de un mismo hilo desde la infinitud.
Frente a
sus ojos una mujer de mediana edad, con cabello tan blanco que le extrañaba no
tuviera surcos en el rostro, con mirada cándida y expresiones llanas, señaló lo
que ella buscaba diciendo: “Has viajado por tierras y mares hasta llegar a los
canales, y todo este tiempo, has
estado siempre en contacto con un ser que hoy está disponible para ti. No soy
yo. Tu encuentro, no será en una visita común, tampoco algo extraordinario. Estás por comenzar, el viaje que hasta
ahora ha sido geográfico, comienza un aspecto sutil. Te reportará grandes
tareas y muy buena voluntad. Al decir voluntad me refiero a que será duro. Más
no por eso menos encantador. Tienes mucho camino por delante. Ve a acostarte que
mañana vas a requerir de tus fuerzas”.
Esa misma noche
en su sencillo hospedaje entró
tranquilamente en su dormitorio y con la misma facilidad en sus sueños. Una vez
dormida en las profundidades, llegó a un sitio con dos árboles, cercanos uno
del otro, separados por un espacio suficiente en donde la sombra de ambos
albergaba el lugar preferido para los juegos de verano de su niñez.
Un Nogal de corteza blanca con
ramas que asemejaban brazos, grandes hojas color verde claro; y
un Olmo de tronco robusto con pequeñas hojas oscuras y ramas finas que
articulaban una copa redonda extendida hasta muy alto en el cielo.
Se acercó a
su espacio perfecto y una rama acogió su llegada. Era una rama con la
contextura del Nogal y la textura del Olmo, no era uno ni era el otro, era la
unidad.
Decidió
subir en ella y tras levantar un pedacito rectangular de esa corteza, vio que en su
interior se albergaba un ser. No
era Duende, no era Ada, ni ningún otro ser de la naturaleza invisible, era algo nuevo. Dormía con rostro de Ángel y
sus manos cruzadas sobre el corazón. Abrió los ojos, sonrío y luego del
encuentro con su inocente mirada, esbozó una sonrisa muy amplia, cerró los ojos
y siguió durmiendo.
A la mañana
siguiente recordó el sueño, como un momento vívido que seguiría estando
presente. Fue a desayunar y lo
comentó con su nueva guía. Esa mujer con pelo de vieja y rostro joven, parecía
una abuela, también una hermana, pero era alguien nuevo y confiaba en ella sin
necesidad de experiencia. Comentó esta extraña relación onírica que aun sentía,
carecía de contexto. Supo de esa
manera que su nueva amiga era capaz de compartir, y que podía contener
la luz de ese mensaje con seriedad
y una diáfana sonrisa que le sugería tomara el encuentro de la noche anterior
como una visita a la unidad, pues en el estado de los sueños permitió salir a un
nuevo ser que habitaba en el árbol de la unidad.
La mujer de
pelo cano, y rostro joven se fue transformando en su maestra. Le enseñó a vivir
con aquello que la educación no otorga. Con la confianza puesta en el universo,
en Dios y su manifiesta unidad. El tiempo trascurrió de la manera menos
acostumbrada. Pasó el verano, el otoño, el invierno y la primavera y el
repertorio de su memoria se fue nutriendo de nuevos aconteceres. Fue cuidando
aspectos que antes no habría reparado en detenerse, conoció su ego, la lucha entre la polaridad, la ética
del bien y del mal y así madurando sus alegrías, tristezas, miedos, desafíos, triunfos, pérdidas y logros, fue construyendo en su poco adelantada juventud un cimiento
para una vida que su propia memoria estaba constituyendo.
Mientras
tanto comenzaba a recordar aspectos sutiles que durante toda su vida había
estado construyendo un devenir distinto de la trama colectiva y se daba cuenta que
quería optar por aquello.
Comenzó el andar de una manera
diferente, ese día y esa noche, ese momento a esa edad, permitieron en ella un nuevo
mundo cotidiano. Un nuevo archivo se desprendía de sí misma para dar a luz la
información que siempre había correspondido a sus células y a la experiencia humana.
Esta es la
historia que comienza, en donde los nombres de la niña que se transformó en
mujer cuando decidió optar por vivir, de su guía pelo de vieja y rostro joven y de un nuevos ser, aún no han sido mencionados.
Comenzaremos
por la tercera. Sí, diremos que es alguien perteneciente al todo, alguien
que se manifestó de la unidad y que distinguiendo entre mucha gente, permitió a
una mujer muy joven, recibir un regalo tan simple como es la
sonrisa de un ser desconocido que duerme con sus manos cruzadas sobre el
corazón, en una grieta de una rama. Protectora de la flora, de la fauna, de los
minerales, del agua y de toda forma de materia que se atestigüe en el bosque,
sin importar si el bosque está aquí, ahí o allá o más allá o en otro tiempo, o separado por el mar
o por los hielos o canales o toda geografía. Ese ser de la unidad es: Idánita. Idánita, vino de la luz del universo, de la unidad. Pero no fue la joven mujer
sino los ancestros de su compañera con pelo de vieja y rostro joven, sus primeros testigos. Y eso ocurrió desde tiempos
prehistóricos hasta, hace poco más de 100 años. Eran los indígenas de la Patagonia, los últimos
descendientes de antiquísimos ancestros que fueron los primeros habitantes del
extremo meridional del mundo.
Hace más de
100 años, cuando la luz viajera
eterna revelara la salida
de Idánita de estas tierras, yermas por el fuego, destinada a fusionarse con la totalidad
pues ya no había nada ni a nadie que cuidar Idánita debía dejar el bosque y sus seres y compartir puramente con la unidad. Más
Idánita había aprendido de los seres humanos la porfía y desobedeció las leyes
naturales. Así, en vez de ascender
y seguir con la luz hacia el infinito, quedó atrapada en la materia subterránea y supo desde ese momento que sólo podría
salir cuando sucediere, alguien perteneciente a los nuevos habitantes de la humanidad fuere capaz de algo tan simple, tan sencillo
como poder mirar su sonrisa.
Y comenzó a sentir ese contacto,
simultáneamente en dos momentos de su estado subterráneo; años antes,
cuando su rostro tomó la apariencia de un enanito y meses antes cuando el dolor
del fuego fue sentido por la sensibilidad de una humana.
Fue
entonces cuando la trascendencia de Idánita cobró sentido nuevamente, modificando
el rumbo del devenir de dos mujeres.
Una, con pelo
de vieja y rostro joven, otra, tan joven que la voluntad aún no era capaz de
ahormar su imagen.
El amor a
la tierra era tarea conjunta de
las tres y eso traería la trasmisión de pasajes ocultos, fases desconocidas de la sociedad indígena nebulosamente llamada “rudimentaria” por los hombres
de la sociedad neoliberal, nebulosamente llamados “civilizados”.
Por primera
vez se habló algo más acerca de la vida de los hombres y
mujeres que corrían por las estepas y navegaban en piraguas por los canales. Es
la historia de la sociedad de la inocencia. De una niña que atraviesa la
experiencia humana postmoderna con un sentido capaz de ir más allá del
esclavismo pasivo. De una mujer cuyo rostro permanece joven ante la revelación
de los años en su pelo y que con sus raíces indígenas puede llevar las células
de otros al contacto con seres de la tierra, que habitan más allá de nuestra percepción. Y es por supuesto
es la historia de Idánita, en
lengua originaria: “Ángel del bosque” que duerme con sus manos cruzadas sobre
el corazón en un pedacito de corteza, en el sitio perfecto para los juegos que
se encuentra en el jardín de la unidad.
Ángeles Estévez O.
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