El Arte de
Vivir 68
Otra versión de
la Gallina de los huevos de oro
La exaltación por el
tener
Con qué placer iba a recibir los huevos de
oro. El paso felino, raudo, alado, lo conducía, al primer atisbo de sol
matinal, hacia el lecho próximo, en cuyos pies relumbraban los huevos dorados,
mientras la gallina cubría una cara extenuada y pretendía dormir.
Reconocimiento reprimido a la gallina, madre
escultora. Rápido, la certeza del sigilo, la reserva absoluta, la complicidad
del silencio en la carrera hacia el escondite secreto. Allí, centelleando, la
algazara espectral, hierática, la danza coagulada de los huevos de oro en
colección fabulosa. Cascadas de risa anaranjadas, imponentes. Sabor gratísimo
de tener, ansiedad de palpar ahora con las manos, los brazos, los pies, los
codos, las orejas palpitantes, Oro. Codicia de paladear solo, infinitamente
solo. Lejanos, deseos de urgir más a la gallina. Si pudiera saber cómo había
aprendido este arte. Cómo persuadirla a contar, a dar cuerpo a su pasado fantasmal.
Algún día ella moriría y se llevaría su secreto, el
origen de su talento para poner huevos de oro. Tal vez, si la llevara al médico
amigo. Un examen. Aunque no colaborara. La sabiduría de su amigo, el ir
arrancando tierra de recuerdos de ese vacío asfixiante, abisal hasta lo
mortecino.
Sintió una extraña opresión, como el recibir una
mirada con resolana, de un fulgor pálido y a la vez terebrante. Por un momento
creyó verla a ella, como en ese primer encuentro, turgente, magnánima, próxima.
Ella allí, sin estarlo realmente, pero luego fue un leve murmullo en la macicez
del oro y una sombra esquiva en el matiz del amarillo.
Cuando la solidez de la mañana, en un instante, le
ayudó a tomar su propio centro, y miró, ávido, codicioso, desesperado, en
paroxismo, tenía ante si una enorme, una estupenda colección de huevos de
gallina.
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