Sentipensamientos
19
El Cuidado , guía de la
Amistad
La
perspectiva de Erich Fromm.
Para
Erich Fromm hay diversos tipos de amor(materno, erótico, amor a sí mismo, amor
a Dios, fraternal) uno de los cuales, el
amor fraterno , se puede identificar con la amistad.
Fromm
integra al Cuidado en los grandes
constituyentes, requisitos o radicales del amor: Responsabilidad, Respeto,
Conocimiento y Cuidado . Así ,se lee en su
muy conocido “Arte de Amar”:
“Además del
elemento de dar, el carácter activo del amor se vuelve evidente en el hecho de
que implica ciertos elementos básicos, comunes a todas las formas del amor.
Esos elementos son: cuidado, responsabilidad,
respeto y conocimiento.
Que el amor implica cuidado es especialmente evidente en el amor de una madre por su hijo.
Ninguna declaración de amor por su parte nos parecería sincera si viéramos que
descuida al niño, si deja de alimentarlo, de bañarlo, de proporcionarle
bienestar físico; y creemos en su amor si vemos que cuida al niño. Lo mismo
ocurre incluso con el amor a los animales y las flores. Si una mujer nos dijera
que ama las flores y viéramos que se olvida de regarlas, no creeríamos en su
«amor» a las flores. El amor es la preocupación activa por la vida y el
crecimiento de lo que amamos. Cuando falta tal preocupación activa, no hay
amor. La esencia del amor es «trabajar» por algo y «hacerlo crecer», el amor y
el trabajo son inseparables. Se ama aquello por lo que se trabaja y se trabaja
por lo que se ama.
El cuidado y la preocupación implican otro aspecto del
amor: el de la responsabilidad. Hoy en día suele usarse ese término para denotar un deber, algo
impuesto desde el exterior. Pero la responsabilidad, en su verdadero sentido,
es un acto enteramente voluntario, constituye mi respuesta a las necesidades,
expresadas o no, de otro ser humano. Ser «responsable» significa estar listo
y dispuesto a «responder». La persona que ama, responde. La vida de su
hermano no es sólo asunto de su hermano, sino propio.
Siéntese tan responsable por sus semejantes como por sí
mismo. Tal responsabilidad, en el caso de la madre y su hijo, atañe
principalmente al cuidado de las necesidades físicas. En el amor entre adultos,
a las necesidades psíquicas de la otra persona.
La responsabilidad podría degenerar fácilmente en
dominación y posesividad, si no fuera por un tercer componente del amor, el respeto. Respeto no significa
temor y sumisa reverencia; denota, de acuerdo con la raíz de la palabra
(respicere = mirar), la capacidad de ver a una persona tal cual es, tener conciencia
de su individualidad única. Respetar significa preocuparse porque la otra
persona crezca y se desarrolle tal como es. De ese modo, el respeto implica
la ausencia de explotación. Quiero que la persona amada crezca y se
desarrolle por sí misma, en la forma que les es propia y no para servirme.
Si amo a la otra persona, me siento uno con ella, pero con ella tal cual es, no
como yo necesito que sea, como un objeto para mi uso. Es obvio que el
respeto sólo es posible si yo he alcanzado independencia; si puedo caminar sin
muletas, sin tener que dominar ni explotar a nadie. El respeto sólo existe
sobre la base de la libertad: El amor es hijo de la libertad, nunca de la
dominación.
Respetar a una persona sin conocerla,
no es posible; el cuidado y la responsabilidad serían ciegos si no los guiara
el conocimiento. El conocimiento sería vacío si no lo motivara la preocupación. Hay muchos
niveles de conocimiento; el que constituye un aspecto del amor no se detiene en
la periferia, sino que penetra hasta el meollo. Sólo es posible cuando puedo
trascender la preocupación por mí mismo y ver a la otra persona en sus propios
términos.
Puedo saber, por ejemplo, que una persona está
encolerizada, aunque no lo demuestre abiertamente; pero puedo llegar a
conocerla más profundamente aún; sé entonces que está angustiada, e inquieta;
que se siente sola, que se siente culpable. Sé entonces que su cólera no es
más que la manifestación de algo más profundo, y la veo angustiada e inquieta,
es decir, como una persona que sufre y no como una persona enojada.
Pero el conocimiento tiene otra relación, más fundamental,
con el problema del amor. La necesidad básica de fundirse con otra persona
para trascender de ese modo la prisión de la propia separatividad se vincula,
de modo íntimo, con otro deseo específicamente humano, el de conocer el
«secreto del hombre». Si bien la vida en sus aspectos meramente biológicos
es un milagro y un secreto, el hombre, en sus aspectos humanos, es un
impenetrable secreto para sí mismo -y para sus semejantes-. Nos conocemos y, a
pesar de todos los esfuerzos que podamos realizar, no nos conocemos. Conocemos
a nuestros semejantes y, sin embargo, no los conocemos, porque no somos una
cosa y tampoco lo son nuestros semejantes. Cuanto más avanzamos hacia las
profundidades de nuestro ser, o el ser de los otros, más nos elude la meta del
conocimiento. Sin embargo, no podemos dejar de sentir el deseo de penetrar en
el secreto del alma humana, en el núcleo más profundo que es «él».
Otro camino para conocer «el secreto» es el amor. El amor
es la penetración activa en la otra persona, en la que la unión satisface mi
deseo de conocer. En el acto de fusión, te conozco, me conozco a mí mismo,
conozco a todos -y no «conozco» nada-. Conozco de la única manera en que el
conocimiento de lo que está vivo le es posible al hombre -por la experiencia de
la unión- no mediante algún conocimiento proporcionado por nuestro pensamiento.
El amor es la única forma de conocimiento, que, en el acto de unión,
satisface mi búsqueda. En el acto de amar, de entregarse, en el acto de
penetrar en la otra persona, me encuentro a mí mismo, me descubro, nos descubro
a ambos, descubro al hombre. El anhelo de conocernos a nosotros mismos y de
conocer a nuestros semejantes fue expresado en el lema délfico: «Conócete a ti
mismo» Tal es la fuente primordial de toda psicología. Pero puesto que
deseamos conocer todo del hombre, su más profundo secreto, el conocimiento
corriente, el que procede sólo del pensamiento, nunca se puede satisfacer dicho
deseo. Aunque llegáramos a conocernos muchísimo más, nunca alcanzaríamos el
fondo. Seguiríamos siendo un enigma para nosotros mismos, y nuestros semejantes
seguirían siéndolo para nosotros. La única forma de alcanzar el conocimiento
total consiste en el acto de amar: ese acto trasciende el pensamiento,
trasciende las palabras. Es una zambullida temeraria en la experiencia de
la unión. Sin embargo, el conocimiento del pensamiento, es decir, el conocimiento
psicológico, es una condición necesaria para el pleno conocimiento en el acto
de amar. Tengo que conocer a la otra persona y a mí mismo objetivamente,
para poder ver su realidad, o más bien, para dejar de lado las ilusiones, mi
imagen irracionalmente deformada de ella. Sólo conociendo objetivamente a un
ser humano, puedo conocerlo en su esencia última, en el acto de amar. Esta
afirmación tiene una consecuencia importante para el papel de la psicología en
la cultura occidental contemporánea. Si bien la gran popularidad de la
psicología indica ciertamente interés en el conocimiento del hombre, también
descubre la fundamental falta de amor en las relaciones humanas actuales. El
conocimiento psicológico se convierte así en un sustituto del conocimiento pleno
del acto de amar, en lugar de ser un paso hacia él.
La experiencia de la unión, con el hombre, o, desde un
punto de vista religioso, con Dios, no es en modo alguno irracional. Por el
contrario, y como lo señaló Albert Schweitzer, es la consecuencia del racionalismo,
su consecuencia más audaz y radical. Se basa en nuestro conocimiento de las
limitaciones fundamentales, y no accidentales, de nuestro conocimiento. Es
el conocimiento de que nunca «captaremos» el secreto del hombre y del universo,
pero que podemos conocerlos, sin embargo, en el acto de amar. La psicología
como ciencia tiene limitaciones, y así como la consecuencia lógica de la
teología es el misticismo, así la consecuencia última de la psicología es el
amor.
Cuidado, responsabilidad, respeto y conocimiento son
mutuamente interdependientes. Constituyen
un síndrome de actitudes que se encuentran en la persona madura; esto es, en la
persona que desarrolla productivamente sus propios poderes, que sólo desea
poseer los que ha ganado con su trabajo, que ha renunciado a los sueños
narcisistas de omnisapiencia y omnipotencia, que ha adquirido humildad basada
en esa fuerza interior que sólo la genuina actividad productiva puede
proporcionar.”
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