Arte de
Vivir 25
La relación con los árboles
Los
árboles
por Juan
Carlos Skewes
Antropólogo y
acádemico, Universidad Alberto Hurtado
“Tiene que
crecer derechito, como un arbolito”, “es fuerte como un roble”, “es más
desordenado que mata de arrayán florido”, “quien a buen árbol se arrima”,
“escribir un libro, tener un hijo y plantar un árbol”, “hay que huasquear a los
árboles para que den frutos”. ¿Quiénes no han usado estas expresiones? Los
árboles son compañeros de ruta silenciosos, pasan casi inadvertidos. Están en
el origen de la humanidad y seguirán dando vida a pesar de las muchas veces que
les damos vuelta la espalda.
¿Qué sabemos
de los árboles? La región de Los Ríos cuenta con importantes reservas de la
biósfera. Quienes aquí viven tienen el privilegio de la compañía de bosques y
renovales de árboles nativos. Aquí abundan los coihues, las tepas, los mañíos.
¿Qué se sabe de ellos? ¿Qué significa esta vecindad?
Miremos desde
la perspectiva de un árbol. Imaginemos la alegría del bosque con las primeras
lluvias del año. Pensemos en el movimiento de sus ramas, en el susurro del
viento, y en la vida que nace con ellos. Desde las pequeñas larvas hasta las
güiñas, desde los musgos suaves hasta el chucao, desde las hormigas hasta los
leones, todo está en movimiento, todo está vivo. Cada cual coloca su color, su
sonido, su olor. Pablo Neruda nos invita a respirar el bosque. “Me entra por
las narices hasta el alma el aroma salvaje del laurel, el aroma oscuro del
boldo”, escribe nuestro poeta. La tierra húmeda y crujiente del bosque austral
es una invitación a la vida.
Los árboles
nos llaman a enredarnos con ellos, a prolongar la vida que ellos engendran, a
dejar florecer sus frutos entre nosotros. Es una invitación generosa que
ofrecen ramas y troncos para servirnos de alero y calor a cambio del respeto
que merecen sus vidas centenarias o milenarias. Hay en las arboledas, en los
bosques, en los renovales, la vida que es de todos. Es lo que otro poeta, de
nuestra región esta vez, Luis Oyarzún, entendió como nadie tal vez: “Quisiera
vivir en un árbol, / en la oquedad del árbol de la noche. / Me dormiría en este
vientre seco, /regresando a la corteza / de la tibia quietud que me devuelve /a
la tierra final de mi destino”.
En ausencia de
los bosques sólo queda el silencio, la tierra dura, la roca viva; en ausencia
de ellos no hay musgos, ni líquenes, ni lianas, ni pájaros, ni insectos y, de
no haber más bosques en el mundo, difícil es que pudiera haber seres humanos en
el planeta.
Hay una sabiduría
profunda en el pueblo que hace de los arboles amigos. Las vecinas dicen que
éstos les ayudan a cuidar sus huertos y los mapuche, en la cordillera,
erigen descansos en la memoria de sus difuntos y los ubican junto a
robles y laureles. En los pellines quedan instaladas las memorias de la tierra.
Las maderas aparecen en la arquitectura, en las herramientas, en las bancas,
mesas y sillas de la vida diaria; en las ocasiones religiosas sus ramas
prodigan verdor y también se hacen presente en las movilizaciones políticas.
Es cierto. Los
árboles tienen amigos pero parecieran más sus enemigos. Despojado de su
follaje, humillado y mutilado por la motosierra, expoliado de su pulpa, el
árbol no tarda en ser convertido en moneda tan muerta como dura. Pirómanos de todos
los tipos, aserraderos, hachas, sierras, cascos: un ejército de adversarios las
emprende contra las formaciones boscosas convirtiendo el verdor en leña y chips
para la exportación.
También los
hay quienes simulan amistad con el bosque para lucrar con los manchones verdes
puesto al servicio del turismo o del ocio puro de un filántropo ambiental
igualmente verde. Gigantes Egoístas hay tantos como madereros arrastrados por
la dura moneda. Los unos quitan al bosques de sus árboles, los otros de los
bosques sacan a los seres humanos. Unos y otros temen la conflagración
subversiva que supone la conversación entre árboles y personas. Intuyen que son
maniobras no rentables, que el bienestar de unos y de otros dejan fuera el
juguete que todo se lleva – el mercado – ese agujero negro de la economía,
capaz de absorber hasta el último insecto, el último suspiro, si de tornarlo en
dinero se trata.
Imaginamos que
los árboles desde sus alturas no quieren morir pero tampoco quisieran estar
solos. Sus vidas dependen del jugueteo de la naturaleza, de la luz solar tanto
como del humus oscuro en el que hunden sus pies. No quieren sentirse entregados
a la absoluta soledad de un planeta desierto. Esperan, pues paciencia y tiempo
tienen, que las conversaciones vuelvan a darse. Que así como los pájaros
carpinteros pueden alimentarse de sus troncos y las güiñas tomar el sol en sus
copas, que esta otra especie, la de los seres humanos, – un poco
arrogante, un poco envilecida por sus propias mezquindades – pueda volver a conversar
con los árboles, a gozar de sus frutos, poniendo un poco de lo suyo – también –
para sostener la vida de quienes a diario le dan vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario