Conversando desde la Amistad (354)
Albert Camus
Hace 100 años nació Albert Camus,
novelista, autor de obras dramáticas y de cuentos, pensador de la ética y
de la amistad. Buscador del
encuentro entre la libertad y la
justicia
Premio
Nobel de 1957. A los 44 años.
Humanista existencial , su obra , su
vida, sus vínculos son una expresión de una verdadera
militancia en la amistad
“No camines detrás de mí, puedo no guiarte. No
andes delante de mi, puedo no seguirte. Simplemente camina a mi lado y sé mi
amigo.”
Discurso se aceptación del
Premio Nobel
Estocolmo, 10 de diciembre
de 1957
Al recibir la distinción
con que ha querido honrarme su libre Academia, mi gratitud es más
profunda cuando evalúo hasta qué punto esa recompensa
sobrepasa mis méritos personales. Todo hombre, y con mayor razón
todo artista, desea que se reconozca lo que es o quiere ser. Yo también lo
deseo. Pero al conocer su decisión me fue imposible no comparar su resonancia
con lo que realmente soy. ¿Cómo un hombre, casi joven todavía, rico sólo por
sus dudas, con una obra apenas desarrollada, habituado a vivir en la soledad
del trabajo o en el retiro de la amistad, podría recibir, sin una especie de
pánico, un galardón que le coloca de pronto, y solo, a plena luz? ¿Con qué ánimo
podía recibir ese honor al tiempo que, en tantos sitios, otros escritores,
algunos de los más grandes, están reducidos al silencio y cuando, al mismo
tiempo, su tierra natal conoce una desdicha incesante?
He sentido esa
inquietud, y ese malestar. Para recobrar mi paz interior me ha sido necesario
ponerme de acuerdo con un destino demasiado generoso. Y como era imposible
igualarme a él con el único apoyo de mis méritos, no he hallado nada mejor,
para ayudarme, que lo que me ha sostenido a lo largo de mi vida y en las
circunstancias más opuestas: la idea que me he forjado de mi arte y de la
misión del escritor. Permitanme, aunque sólo sea en prueba de
reconocimiento y amistad, que les diga, lo más sencillamente posible, cuál es
esa idea.
Personalmente, no puedo vivir sin mi arte. Pero jamás he puesto ese
arte por encima de cualquier cosa. Por el contrario, si me es necesario es
porque no me separa de nadie, y me permite vivir, tal como soy, a la par de
todos. A mi ver, el arte no es una diversión solitaria. Es un medio de
emocionar al mayor número de hombres, ofreciéndoles una imagen privilegiada de
dolores y alegrías comunes. Obliga, pues, al artista a no aislarse; le somete a
la verdad, a la más humilde y más universal. Y aquellos que muchas veces han elegido
su destino de artistas porque se sentían distintos, aprenden pronto que no
podrán nutrir su arte ni su diferencia más que confesando su semejanza con
todos.
El artista se forja en ese perpetuo ir y venir de sí mismo hacia los
demás, equidistante entre la belleza, sin la cual no puede vivir, y la
comunidad, de la cual no puede desprenderse. Por eso, los verdadero artistas no
desdeñan nada; se obligan a comprender en vez de juzgar. Y si han de tomar
partido en este mundo, sólo puede ser por una sociedad en la que, según la gran
frase de Nietzsche, no ha de reinar el juez sino el creador, sea trabajador o
intelectual.
Por lo mismo el papel de escritor es inseparable de difíciles
deberes. Por definición no puede ponerse al servicio de quienes hacen la
historia, sino al servicio de quienes la sufren. Si no lo hiciera, quedaría
solo, privado hasta de su arte. Todos los ejércitos de la tiranía, con sus
millones de hombres, no le arrancarán de la soledad, aunque consienta en
acomodarse a su paso y, sobre todo, si en ello consiente. Pero el silencio de
un prisionero desconocido, abandonado a las humillaciones, en el otro
extremo del mundo, basta para sacar al escritor de su soledad, por
lo menos, cada vez que logre, entre los privilegios de su libertad, no olvidar
ese silencio, y trate de recogerlo y reemplazarlo, para hacerlo valer mediante
todos los recursos del arte.
Nadie es lo bastante grande para semejante
vocación. Sin embargo, en todas las circunstancias de su vida, obscuro o
provisionalmente célebre, aherrojado por la tiranía o libre para poder
expresarse, el escritor puede encontrar el sentimiento de una comunidad viva,
que le justificará sólo a condición de que acepte, tanto como pueda, las dos
tareas que constituyen la grandeza de su oficio: el servicio a la verdad, y el
servicio a la libertad. Y puesto que su vocación consiste en reunir al mayor
número posible de hombres, no puede acomodarse a la mentira ni a la servidumbre
porque, donde reinan, crece el aislamiento. Cualesquiera que sean nuestras
flaquezas personales, la nobleza de nuestro oficio arraigará siempre en dos
imperativos difíciles de mantener: la negativa a mentir respecto de lo que se
sabe y la resistencia ante la opresión.
Durante más de veinte años de
historia demencial, perdido sin remedio, como todos los hombres de mi edad, en
las convulsiones del tiempo, sólo me ha sostenido el sentimiento hondo de que
escribir es hoy un honor, porque ese acto obliga, y obliga a algo más que a
escribir. Me obligaba, especialmente, tal como yo era y con arreglo a mis
fuerzas, a compartir, con todos los que vivían mi misma historia, la desventura
y la esperanza. Esos hombres nacidos al comienzo de la primera guerra mundial,
que tenían veinte años en la época de instaurarse, a la vez, el poder
hitleriano y los primeros procesos revolucionarios, Y que para completar su
educación se vieron enfrentados a la guerra de España, a la segunda guerra
mundial, al universo de los campos de concentración, a la Europa de la
tortura y de las prisiones, se ven hoy obligados a orientar a sus hijos y a sus
obras en un mundo amenazado de destrucción nuclear. Supongo que nadie
pretenderá pedirles que sean optimistas. Hasta llego a pensar que debemos ser
comprensivos, sin dejar de luchar contra ellos, con el error de los que, por un
exceso de desesperación han reivindicado el derecho al deshonor y se han
lanzado a los nihilismos de la época. Pero sucede que la mayoría de entre
nosotros, en mi país y en el mundo entero, han rechazado el nihilismo y se
consagran a la conquista de una legitimidad.
Les ha sido preciso forjarse un
arte de vivir para tiempos catastróficos, a fin de nacer una segunda vez y
luchar luego, a cara descubierta, contra el instinto de muerte que se agita en
nuestra historia.
Indudablemente, cada generación se cree destinada a rehacer
el mundo. La mía sábe, sin embargo, que no podrá hacerlo. Pero su tarea es
quizás mayor. Consiste en impedir que el mundo se deshaga. Heredera de una
historia corrompida —en la que se mezclan las revoluciones fracasadas, las
técnicas enloquecidas, los dioses muertos, y las ideologías extenuadas; en la
que poderes mediocres, que pueden hoy destruirlo todo, no saben convencer; en
la que la inteligencia se humilla hasta ponerse al servicio del odio y de la
opresión—, esa generación ha debido, en si misma y a su alrededor, restaurar,
partiendo de amargas inquietudes, un poco de lo que constituye la dignidad de
vivir y de morir. Ante un mundo amenazado de desintegración, en el que se corre
el riesgo de que nuestros grandes inquisidores establecezcan para
siempre el imperio de la muerte, sabe que debería, en una especie de carrera
loca contra el tiempo, restaurar entre las naciones una paz que no sea la de la
servidumbre, reconciliar de nuevo el trabajo y la cultura, y reconstruir con
todos los hombres una nueva Arca de la Alianza.
No es seguro que esta
generación pueda al fin cumplir esa labor inmensa, pero lo cierto es que, por
doquier en el mundo, tiene ya hecha, y la mantiene, su doble apuesta en favor
de la verdad y de la libertad y que, llegado el momento, sabe morir sin odio
por ella. Es esta generación la que debe ser saludada y alentada dondequiera
que se halle y, sobre todo, donde se sacrifica. En ella, seguro de vuestra
profunda aprobación, quisiera yo declinar hoy el honor que acabais de hacerme.
Al mismo tiempo, después de expresar la nobleza del oficio de escribir,
querría yo situar al escritor en su verdadero lugar, sin otros títulos que los
que comparte con sus compañeros, de lucha, vulnerable pero tenaz, injusto pero
apasionado de justicia, realizando su obra sin vergüenza ni orgullo, a la vista
de todos; atento siempre al dolor y a la belleza; consagrado en fin, a sacar de
su ser complejo las creaciones que intenta levantar, obstinadamente, entre el movimiento
destructor de la historia.
¿Quién, después de eso, podrá esperar que él
presente soluciones ya hechas, y bellas lecciones de moral? La verdad es
misteriosa, huidiza, y siempre hay que tratar de conquistarla. La libertad es
peligrosa, tan dura de vivir, como exaltante. Debemos avanzar hacia esos dos
fines, penosa pero resueltamente, descontando por anticipado nuestros
desfallecimientos a lo largo de tan dilatado camino. ¿Qué escritor osaría, en
conciencia, proclamarse orgulloso apóstol de virtud? En cuanto a mi, necesito
decir una vez más que no soy nada de eso. Jamás he podido renunciar a la luz, a
la dicha de ser, a la vida libre en que he crecido. Pero aunque esa nostalgia
explique muchos de mis errores y de mis faltas, indudablemente ella me ha
ayudado a comprender mejor mi oficio y también a mantenerme, decididamente, al
lado de todos esos hombres silenciosos, que no soportan en el mundo la vida que
les toca vivir más que por el recuerdo de breves y libres momentos de
felicidad, y por la esperanza de volverlos a vivir.
Reducido así a lo que
realmente soy, a mis verdaderos limites, a mis dudas y también a mi difícil
fe, me siento más libre para destacar, al concluir, la magnitud y
generosidad de la distinción que acabais de hacerme. Más libre también para
decir que quisiera recibirla como homenaje rendido a todos los que,
participando el mismo combate, no han recibido privilegio alguno y sí, en
cambio, han conocido desgracias y persecuciones. Sólo me falta dar las
gracias, desde el fondo de mi corazón, y hacer públicamente, en señal
personal de gratitud, la misma y vieja promesa de fidelidad que cada
verdadero artista se hace a si mismo, silenciosamente, todos los días.
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